La democracia debería consistir en una práctica que se basara en las convicciones. En España la democracia es débil porque la intolerancia ahoga la política y la convivencia. Para muestra un botón. El debate de la moción de censura, cuyo resultado, dicho sea de paso, ha dado al traste con los planes de todo el mundo. Las durísimas acusaciones que se intercambiaron Rajoy y Sánchez desprendían aquel aroma de podredumbre que acompaña la descomposición de la materia. Del régimen del 78, en este caso. Ninguno de los dos quiso admitirlo. Sánchez y Rajoy son rehenes de la malformación con la que nació la democracia y se superó a medias la dictadura. Actúan sometidos por esa sutura. El pacto de la transición, como ya he explicado en varias ocasiones, consistió en que a partir de aquel momento demócratas y franquistas compartirían el Gobierno sin que los franquistas perdieran el control del Estado. Y la mejor metáfora de esta ecuación es la pensión vitalicia, vitaminada por una condecoración que no tendría que ostentar, de uno de los torturadores más infames del franquismo, equiparable a los barceloneses hermanos Creix. Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, vive a cuerpo de rey protegido por el Estado. En el debate parlamentario que tuvo lugar en el Congreso dos días antes de la moción de censura planteada por el PSOE contra Rajoy, el gran público supo lo que todos los historiadores ya sabíamos, que el pasado de Billy el Niño permanece oculto por la Ley de Secretos Oficiales (que es la misma que regía durante el franquismo) y por la de Patrimonio, que impide consultar el expediente de los agentes de policía hasta transcurridos 25 años de su muerte. La democracia en España es una democracia incompleta. Es garantista con los antiguos servidores de la dictadura. Ni la tan criticada Ley de Memoria Histórica de 2007 lo enmendó. Eso es España.

España vive una de las crisis políticas más graves desde 1981, cuando triunfó el golpe de estado del rey Juan Carlos I

España vive una de las crisis políticas más graves desde 1981, cuando triunfó el golpe de estado del rey Juan Carlos I. Lo he escrito bien: el golpe de estado del Rey. Tejero y Armada no pudieron imponer su plan, pero el Rey sí. Y lo hizo con la complicidad de los partidos españoles, incluyendo el comunista, que acordaron dar el “golpe de timón” que ya había reclamado el presidente Tarradellas, ¡en 1980!, en una entrevista publicada en el semanario portugués O Tempo. El País de aquellos años, y no el panfleto de extrema derecha que es hoy, dedicó a la cuestión un editorial poco amable, “La ligereza de Tarradellas”, el 15 de marzo de 1980. La excusa de Tarradellas para prever las tanquetas en las calles y reclamar lo que también denominó “golpe de bisturí” era la violencia en el País Vasco y la previsible victoria de comunistas y socialistas en las primeras elecciones autonómicas catalanas: “Quizá habrá que dar un golpe de bisturí. […] Es evidente que se necesita una mano fuerte, en el bien entendido de que no estoy clamando, ni mucho menos, por un golpe o una dictadura, sino por una presencia que imprima entusiasmo. Con todo, cabe esperar que las cosas cambien y se consiga la ambición de tener un ideal que nos falta ahora. Quizá sea preciso que pase otra generación para poner esto en orden.”. La nueva generación ya está aquí y no tengo la sensación de que haya recuperado el entusiasmo para construir un proyecto nuevo. Al contrario, sigue condicionada por algunos de los jóvenes líderes de la transición, a pesar de que hoy ya sean abuelos, y sigue deslumbrada por una transición que no fue tan modélica como insisten en proclamar los aduladores del constitucionalismo del 78.

En la transición, la violencia política lo alteró absolutamente todo y sirvió para justificar la involución en muchos ámbitos, pero especialmente en el autonómico

En aquellos años de transición, la violencia política lo alteró absolutamente todo y sirvió para justificar la involución en muchos ámbitos, pero especialmente en el autonómico. Entre 1975 y 1983, se produjeron 591 muertes por violencia política, que es los que nos explican libros, por ejemplo, como el de Mariano Sánchez, La transición sangrienta (Península, 2010), o el más reciente de Sophie Baby, El mito de la transición pacífica. Violencia y política en España, 1975-1982 (Akal, 2018). Y sin embargo, los que todavía viven de la transición han hecho de ella un mito. Los asesinatos de ETA ayudaron a agrandar aquel mito, que se ha recuperado con la derrota de la banda armada, y, además, propició que el PSOE auspiciase una de las operaciones de contraterrorismo más infames en tiempos contemporáneos, con la que se vulneraron el Estado de derecho y los principios democráticos más elementales. Que algunas democracias consolidadas, como Alemania o Gran Bretaña, hicieran los mismo con los terroristas de la Baader-Meinhof o del IRA no debería consolarnos. Lo que pasó en España durante la transición fue, también, como señalaba Hannah Arendt en 1975 con motivo de la crisis provocada en los EE.UU. por la guerra del Vietnam, “una cosecha de tormentas”, cuyos efectos todavía perduran. La reacción autoritaria y nacionalista xenófoba española contra el independentismo catalán se ha convertido en la tormenta perfecta que ha desnudado a conservadores y socialistas.

Los políticos soberanistas deberían tener colgada sobre el cabezal de su cama, como si fuera el Gernika de Picasso que tenían colgado los jóvenes de la transición, una fotografía que retrata cómo evolucionó la democracia española. No sé si de acuerdan. Es aquella que reunió al Rey y a Adolfo Suárez con los líderes de todos los partido parlamentarios, excepto los de los grupos nacionalistas vascos y catalanes, al día siguiente del golpe de Estado del 23-F. Estaría bien que los soberanistas no olvidasen esa fotografía de familia del Rey y Suárez con Santiago Carrillo (PCE), Agustín Rodríguez Sahagún (UCD), Felipe González (PSOE) y Manuel Fraga Iribarne (AP) cuando ahora se sienten satisfechos por haber logrado echar del Gobierno al actual “partido alfa” español y haber contribuido, aparentemente sin reclamar nada a cambio, a la victoria de Pedro Sánchez. Exhibir esa fotografía es explicar el régimen del 78. Tanto o más que las imágenes de las cargas policiales del 1-O y la amenaza de ocupación de Catalunya, que no denunció el PSC, cuando el gobierno del PP ancló en el Puerto de Barcelona unos barcos que eran de guerra a pesar del disfraz de Warner Bros. La respuesta españolista a la desobediencia civil catalana se asemeja mucho a la respuesta de los GAL a la violencia de ETA. La diferencia está en que hoy en día el unionismo no se atreve a matar. El soberanismo catalán es pacífico y profundamente democrático, como todo el mundo ha podido comprobar, y costaría mucho justificar los asesinatos selectivos o que alguien fuera enterrado bajo cal viva. El unionismo, el “trío del 155”, que volverá a actuar pronto en Badalona para derribar a la alcaldesa de izquierdas y soberanista, tiene bastante con encarcelar y provocar el exilio de los políticos soberanistas. O con intentar arruinarlos económicamente.

El error del soberanismo es haber convertido a los presos y exiliados en marionetas parlantes, siempre en movimiento

Arturo Pérez-Reverte, que es un nacionalista español de tomo y lomo, ha escrito en más de una ocasión que admira al independentismo catalán, aunque el elogio sea en negativo para destacar la deflación españolista. Según él, el independentismo catalán es el único proyecto “español” que infunde esperanza y entusiasmo a la juventud. ¡Caramba! A pesar de que me repugna como piensa este hombre, le doy la razón. El soberanismo ha sido el motor de un cambio de paradigma político en Cataluña de largo alcance. El cambio ha sido de tal envergadura, que quién tenga la tentación de volver a vivir bien en las fétidas aguas del autonomismo lo pagará caro. El 27 de octubre, el soberanismo fue derrotado porque no se supo sostener la República y el unionismo contraatacó imponiendo el 155, que casi consigue liquidar la autonomía. Es mejor no engañarse. El 21-D los soberanistas recuperaron, a medias, el control del Parlament. Con la investidura de Torra y el nombramiento de los nuevos consellers, que ha coincidido con la designación de Pedro Sánchez como nuevo jefe del Gobierno de España, decae el 155. Pronto veremos cómo el nuevo establishment madrileño intentará convertir a presos y exiliados en un “estorbo” para el nuevo establishment barcelonés. En realidad, ya lo escriben: “El ‘caudillaje’ de Puigdemont se convierte en un obstáculo para retomar la legalidad en las relaciones con el Gobierno”.

El error del soberanismo es haber convertido a los presos y exiliados en marionetas parlantes, siempre en movimiento, cuando es evidente que solo se conseguirá su liberación y el regreso del president Carles Puigdemont el día que el independentismo gane de verdad en las urnas y en la calle. El día que pueda doblegar a los poderes fácticos que impiden, como ya impidieron, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, un cambio radical. La cuestión es, pues, averiguar si el soberanismo cometerá otra vez los errores de la transición y se rendirá mansamente o bien contribuirá a la constitución de un movimiento republicano que traiga la independencia sin los aventurismos de estos últimos años. Para eso hay que tener una estrategia. De momento no la veo por ningún lado. El simbolismo, aunque se tiña de amarillo y reivindique a los represaliados —a pesar de que lo haga de forma selectiva, doy fe de ello—, no es una política. Es mera solidaridad. “Tenemos Govern, pero no normalidad” —ha escrito recientemente Jordi Sánchez, quien aun estando encarcelado conserva, si se me permite decirlo, las ideas más claras que otros que viven a sus anchas en Barcelona. La solución al conflicto de Catalunya con España sigue siendo, y estaría bien que nadie lo olvidara, el libre ejercicio de autodeterminación.