Lío mayúsculo sobre la reunión entre el presidente de los EE. UU., Donald Trump, y su homólogo ruso, Vladímir Putin. Este martes salía a la luz que las posiciones estaban más alejadas que nunca, y que la reunión no se celebraría. Solo unas horas más tarde, este miércoles, el Kremlin asegura que no ha cerrado ninguna puerta a una posible reunión entre los dos mandatarios. El Kremlin ha respondido a las declaraciones del presidente norteamericano sobre el aplazamiento de la cumbre en Budapest, asegurando que "nadie quiere perder el tiempo". El portavoz presidencial, Dmitri Peskov, ha remarcado que tanto Trump como Putin “están acostumbrados a trabajar de manera efectiva y con grandes resultados”, pero ha advertido que esta eficacia “requiere tiempo”.
A pesar de reconocer una “pausa” en las negociaciones de paz sobre Ucrania, Peskov ha subrayado que un encuentro entre ambos líderes “debería estar bien preparado” y ha desmentido los múltiples rumores sobre su posible contenido o calendario, que según él “no se corresponden con la realidad”. Sea como sea, solo hay algo que parece más claro que el resto: la paz en Ucrania sigue siendo lejana. Y si hay un nombre que sigue condicionando cada paso del conflicto, es el del presidente ruso. Vladímir Putin no es solo una pieza más en el engranaje de la guerra: es el motor, el freno y el gran obstáculo para cualquier solución negociada. A ojos de analistas internacionales, sin Putin no habrá paz. Y no habrá paz sin Putin.
De líder a arquitecto de una guerra
Cuando Rusia inició su invasión a gran escala de Ucrania en febrero de 2022, lo hizo por orden directa del presidente ruso. Aunque las tensiones con Kyiv ya estaban presentes desde 2014 con la anexión de Crimea, fue el presidente ruso quien rompió el consenso internacional lanzando una ofensiva abierta con objetivos ampliamente revisionistas. El Kremlin vistió la decisión con argumentos de “desnazificación” y “protección del pueblo ruso”, pero en realidad respondía a una idea central de su mandato: el regreso de Rusia como gran potencia y la sumisión de Ucrania a la esfera de influencia de Moscú.
Putin considera a Ucrania no como un vecino soberano, sino como una anomalía histórica que hay que corregir. Esta visión ideológica, combinada con un modelo autoritario de poder absoluto, hace que cualquier marcha atrás sea percibida, por él, como una humillación inaceptable.
El freno a la paz
El presidente ruso ha bloqueado reiteradamente cualquier propuesta que implique la retirada completa de las tropas rusas. Sus condiciones para negociar son claras: mantener el control sobre territorios ocupados como Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, y evitar cualquier discusión sobre responsabilidades de guerra. Esto choca frontalmente con las demandas de Ucrania y la mayoría de sus aliados occidentales, que consideran inaceptable validar ninguna forma de anexión territorial obtenida por la fuerza.
Incluso en escenarios hipotéticos, como la propuesta no oficialmente confirmada de que Putin habría ofrecido a Trump –ceder partes de Jersón y Zaporiyia a cambio de Donetsk–, se hace evidente que el líder ruso no busca una paz justa, sino una negociación en términos de ganancias territoriales. En otras palabras, una paz que consagre la conquista.
El conflicto como herramienta de poder interno
Pero el papel de Putin va más allá del frente militar. En el interior de Rusia, la guerra sirve para consolidar su poder: ha impuesto la censura, ha criminalizado la disidencia y ha convertido la movilización militar en una herramienta de control social. Con el relato de una “lucha existencial contra Occidente”, Putin justifica las privaciones económicas, el aislamiento diplomático y la militarización de la sociedad. Renunciar a esta narrativa conllevaría un coste político que no parece dispuesto a asumir.
A escala internacional, Putin juega también un papel calculador. Ha mantenido lazos con potencias como China, Irán y Corea del Norte, buscando alianzas que contrarresten la presión occidental. El conflicto ucraniano, así, se inserta dentro de una disputa más amplia por el futuro orden mundial, donde Rusia aspira a erosionar la hegemonía de los Estados Unidos y las instituciones multilaterales europeas.
Es por eso que cualquier discusión sobre el final de la guerra pasa necesariamente por Putin. No basta con una victoria militar, ni con sanciones económicas, ni con reuniones diplomáticas. Mientras él esté en el poder y mantenga su visión imperial y confrontacional, la paz será, como mucho, parcial y precaria. El mundo ha aprendido que con Putin, las treguas pueden ser temporales, pero la ambición geopolítica es persistente.