"¡En un cubo!", chillaba el humorista Ricky Gervais en uno de sus monólogos, indignado por aquel recipiente donde, a menudo, los fast food de pollo frito presentaban sus platos. "¡Cubos! ¿Cuándo empezamos a normalizar esto? Cuando fue, que los tragones dijeron: «Oh, mira, a la mierda todo, quiero que me trates como un animal de granja; dame el pollo en un cubo»". Reímos entre dientes, sí, pero quién puede negarlo: cuando hablamos de comida rápida, al pollo frito muy a menudo —y con razón— le caen capones. ¿Cómo podemos deshacernos de esta noción negativa?

Me lo preguntaba yendo al nuevo local de Piel de Gallina, un proyecto gastronómico que ya había extendido sus alas por el Poble Sec, por el Born y por el Clot, y que ahora hace unos meses que defienden su doctrina en el Eixample, en el 237 de la calle Aragó. Allí es el pollo frito, el tantas veces desdichado pollo frito, quien hace de hilo conductor de la carta. La novedad del de Aragó con respecto del resto de locales de Piel de Gallina es la feliz transigencia con el street food de recetario internacional. Esto último, aterrizado y con las ruedas deslizando sobre la pista, se traduce, por ejemplo, en un taco de torrezno con salsa michelada.

Mancho torrezno
Taco de torrezno con salsa michelada / Foto: Alex Froloff

Estos bocados —el taco de torrezno, la ensaladilla rusa en panipuri, la hamburguesa de pollo— están pensados para aquellos a quién les guste ensuciarse las manos para después lamerse los dedos. No os preocupéis: en el local nos ofrecen desde el minuto uno aquellas toallitas húmedas de marisquería de menú, y realmente cunden. Los cubiertos, si eso, les podemos blandir para probar las albóndigas de pollo con arroz de chile rojo, sésamo negro y cebolla japonesa.

Todos estos platos funcionan como entrante, pero no se puede ir al Piel de Gallina sin responder, con conocimiento situado, a la pregunta retórica que abría esta pieza. ¿Podemos deshacernos de la imagen del cubo a rebosar de pollo frito? ¿Podemos deshacernos, sin renunciar al placer epicúreo de tiznarnos los dedos con fritura? Dios nos contestaría con flores. En Piel de Gallina, mesa bendecida, lo hacen mojando pollo frito con yema de huevo y, como traca final, un buen chaparrón de caviar.

¿Podemos deshacernos, de la imagen del cubo a rebosar de pollo frito? ¿Podemos deshacernos de ella, sin renunciar al placer epicúreo de tiznarnos los dedos con fritura?

Dentro de esta bacanal de la fusión, se podría pensar que, en Piel de Gallina, la cocina catalana se arrincona en la parte más inhóspita de la buhardilla. Al contrario, uno de los platos estrella del restaurante nos presenta seis piezas de pollo frito donde se nos propone un viaje gastronómico por todo el mundo con escala en Tennessee, Seúl, Lima, Patagonia, Bangkok y, por supuesto, Valls. El corte de pollo crujiente con calçot frito, romesco, avellana y perejil frito es de aquellos que agotan los adjetivos, y uno de los gallos de batalla que Piel de Gallina pone a competir en los festivales kilómetro cero del país.

Otro frente donde la proximidad se cuida al detalle son las bebidas. Las botellas de sidras de pequeños productores catalanes —Gos com Fux, Crèdit Variable, Lord—, de cervezas artesanales —Cyclic, Caravelle—, y de hasta cuatro referencias de vinos naturales, van arriba y abajo del restaurante bajo una cuidadosa prescripción de maridaje del equipo de sala. Para acabar, de Piel de Gallina no te puedes ir sin probar los postres; en este sentido, el donut de camión Tatín y la torrija con mascarpone son una burrada. Una de esas que —la cuenta, por favor— ponen la carne de gallina.