Querido cocinero de nombre desconocido,
Cuando llamé a tu restaurante para reservar mesa, hace una semana, en ningún momento pensaba que esa llamada se convertiría en un susto mortal. “Mesa reservada para el sábado a las nueve y media”, me dijiste con una voz ronca y profunda, casi umbraliana, de esas que huelen a Soberano y poema de Jaime Gil de Biedma leído en voz alta. El tuyo era el cuarto restaurante de Cudillero al que llamaba esa tarde; en los anteriores tres, mejor valorados en Tripadvisor, me habían dicho que no tenían mesa. Quizá por eso tu respuesta afirmativa fue una alegría, ya que quería celebrar el cumpleaños de Aida cenando pescado bueno en el pueblo más atractivo de España este julio según National Geographic. Me pediste mi nombre para anotar la reserva, te lo dije y entonces me dijiste la frase que me acabaría persiguiendo durante días: “Muy bien, Pep Guardiola, pues te espero el sábado. Solo te pido que si al final no vienes, me avises con tiempo. No necesito tu teléfono: me he quedado con tu voz”.

Cudillero Wikipedia
Cudillero, un Cadaqués pero sin sol y sin pijos con un sobrino artista.

Colgué el teléfono extrañado y con esa última afirmación casi amenazante resonándome por la cabeza, pero pensé que quizás era cosa del humor asturiano. Un humor que para nada conozco, sin embargo, puesto que aparte de los libros de Xuan Bello, los poemas de Xaime Martínez y las canciones de Nacho Vegas, mi relación con Asturias se limita a ser más luisenriquista que Luis Enrique y poco más. Tres días más tarde de la llamada y después de haberme zampado un cachopo para comcer cerca de Oviedo, llegamos a Cudillero, un pueblo pescador pintoresco y recogido alrededor de una especie de anfiteatro de casitas frente al mar. Era el sábado por la noche, pero rápidamente nos dimos cuenta de que el artículo de National Geographic había tenido lectores: el pueblo estaba lleno de gente, pero nadie parecía extranjero. Turismo nacional, supongo. Ya sabes, señoritos de Castilla haciéndose el milhombres escanciando sidra mientras salpican los tobillos de la señora sentada en la mesa de al lado.

Todos los bares de la plaza del pueblo estaban llenos. Los restaurantes, en cambio, vacíos. El tuyo, la Lonja de pescado, también. Pensamos que en Asturias quizás se cena más tarde, por eso sobre las ocho y media nadie come y todo el mundo está todavía haciendo una cañita. Poco a poco, sin embargo, las mesas vacías de los tres o cuatro restaurantes del puerto fueron llenándose. A las nueve ya había un par de restaurantes llenos. Un cuarto de hora más tarde, al tercero en discordia le quedaban dos mesas vacías. El tuyo, en cambio, continuaba vacío y empecé a dudar. Si en un pueblo turístico hay un restaurante sin nadie cenando, alguna cosa falla, le dije a Aida. Ella me propuso probar suerte y cenar en algún lugar donde no tuviéramos reserva, pero le dije que no podíamos. "El señor del restaurante me dijo que se había quedado con mi voz", le recordé con un tono digno de alguien que ha visto demasiados programas de Iker Jiménez. Por un lado, estaba mi compromiso para cumplir con la reserva. Por el otro, la evidencia de que el destino nos estaba avisando de que a la Lonja de pescado no teníamos que venir.

Asturias Cudillero Lonja de pescado ni
El edificio histórico de la Lonja de pescado, actualmente un restaurante donde pasan cosas extrañas.

A las nueve y media en punto llegamos, pero nos atendió una chica joven. Estaba sola y claramente no era la persona que tres días antes me había descolgado el teléfono. Con aquella extraña incomodidad de ser los únicos clientes de un restaurante absolutamente vacío en una plaza absolutamente llena, abrimos la carta y entendimos por qué había tan poca gente: los precios eran altos. Aida y yo dudamos si levantarnos y marcharnos, te lo prometo, pero ella ya sabe que soy medio hechicero y a veces presagio cosas, por lo tanto le pedí quedarnos. Algo dentro de mí me lo decía. Era su cumpleaños y pensé que un día es un día, por lo tanto pedimos una botella de albariño bien fresco y unas almejas con gambas. Había gente que se acercaba a la terraza, paraba, leía la pizarra con los platos, nos observava como si fuéramos chimpanzés en la jaula de un zoo y se iba. Luego pedimos unas rabas de calamar y unas zamburiñas a la brasa. Nos pusiste ocho o nueve y eran francamente buenas. Posiblemente eran volandeiras, ya que el 99% de restaurantes del estado español hacen la trampa de servir volandeiras y decir que son zamburiñas, pero esa noche no tenía ganas de ponerme a hacer de Glòria Serra y investigar si me estabas tomando el pelo.

Lo que me despertó el espíritu de reportero fue otra cosa, desgraciadamente. Mientras acabábamos las zamburiñas y vaciábamos del todo el vino, la camarera empezó a correr arriba y abajo, nerviosa. Hacía mala cara. Estaba tensa. Entraba y salía del restaurante mientras no paraba de mirar al fondo de la calle, teléfono en mano, como esperando alguna cosa. Poco después entró una señora corriendo y no salió más. La camarera colocó cuatro sillas en la puerta, haciendo de muralla, y cerró. Les han entrado a robar, me dijo Aida. Se les ha quemado o roto algo grande, dije yo. ¿Una pequeña inundación en la cocina? ¿Un horno chamuscado? De repente, la camarera estalló a llorar y no pude evitar preguntarle qué narices pasaba. "El jefe, el cocinero, que se ha desplomado y no reacciona". Nos quedamos blancos, especialmente cuando nos dijo que 'el jefe' eras tú y que habías sido tú, pues, quien me había cogido el teléfono días antes. De repente recordé tu voz, pero sobre todo tu frase diciéndome que recordarías mi voz.

Zamburiñas Pep Antoni Roig
Un servidor hipnotizado delante de las zamburiñes, como quien mira un Rothko.

"Estas zamburiñas son el último plato que ha cocinado", dijo ella mientras se encendía el sexto cigarro en quince minutos. Por fin llegó la ambulancia y de repente toda la plaza se giró hacia tu restaurante. Una muchedumbre de gente se acercó a la terraza e inmediatamente te vimos pasar, tumbado y aterrado sobre la camilla, con la camisa abierta como un torero herido, mientras dos sanitarios te trasladaban cagando leches hacia el hospital. La camarera cerró, nos cobró con las manos temblorosas y nos dijo que parecía ser un infarto. Nosotros dos, con el corazón también encogido, desfilamos hacia el coche con una extrañísima sensación en el cuerpo. Al día siguiente decidí llamar de nuevo al restaurante para preguntar, pero nadie lo cogió. Por la mañana del día siguiente volví a intentarlo, pero tampoco hubo suerte y empecé a temer lo peor: ¿habíamos celebrado el cumpleaños de Aida comiendo platos cocinados por alguien que había muerto al prepararlos?

De repente, por fin, después de tres llamadas infructuosas más, lunes a media tarde me sonó el móvil. Era el número del restaurante, que ya había guardado con el nombre de 'Lonja pescado Cudillero'. Lo cogí con la mano temblorosa, temiendo recibir una mala noticia, pero no fue así. Te pusiste tú, de nuevo con una voz ronca y profunda, y te expliqué que habíamos cenado el sábado en la Lonja y te habíamos visto entrando a la ambulancia. Me dijiste que no había sido nada, solo un pequeño susto, y que no sufriéramos. Con los nervios de quién tiene la sensación de estar hablando con una especie de ángel, te dije que habíamos comido de coña y sonreíste mientras me dabas las gracias por haber insistido en saber cómo te encontrabas. “Estáis invitados a volver cuando quieras, Pep Guardiola, además ahora voy a guardarme tu teléfono”, me dijiste, “pero me sigo quedando con tu voz”. Y yo, en catalán, te dije que tampoco olvidaría tus zamburiñas de infarto, aunque supongo que no lo entendiste. Por eso hoy te he escrito esta carta, aunque quizás tampoco la leerás.
Atentamente,
P.