El otro día, mi hijo fue a comprar a solas por primera vez. Mi hijo tiene cuatro años. Mi hija tiene uno. Yo tengo treinta y tres, y estaba haciendo cola con los chiquillos para comprar las entradas de una película. La película hacía 10 minutos que había empezado, y si en la cola para comprar las entradas tenía que sumarle otra para comprar palomitas, como mínimo perderíamos 10 minutos más. El puesto de palomitas estaba a unos 20 metros de taquilla, y con una visual bastante buena. Mi hija dormía. Mi hijo llevaba una bufanda al cuello y un bolso de Snoopy cargado de calderilla que le había dado a la bisabuela. Él todavía no distingue una moneda de otra, ni sabe cuál tiene más valor ni cuál menos. Eso me hace pensar que mi hijo es una persona feliz; pero lo que pienso no es lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que si enviaba a mi hijo a comprar palomitas, lo hacía asumiendo que muy probablemente el plan no saldría adelante. Tener hijos supone generar una relación muy intensa, pero también con todas las vulgaridades de cualquier intercambio social: la mayor parte del tiempo te encontrarás gestionando decepciones. La mayor parte del tiempo, sin embargo, solo es la mayor parte del tiempo.

Una elipsis más tarde, desde la cola, miraba como mi hijo iba colocado moneda tras moneda sobre el mostrador, hasta que el dependiente dijo basta y le entregó una papelina gigantesca de palomitas. Mi hija se despertó. Las palomitas eran de colores. Mi hijo las cargaba como se cargan los bártulos pesados de una mudanza. Yo lo miraba con un orgullo viscoso. Con un gozo obsceno. Cuando el niño se reunió con nosotros, su hermana asaltó la caja de palomitas. No sé cuándo recomiendan a los nutricionistas, introducir maíz inflado en la dieta de un niño de un año, pero mi intuición me decía que la licencia que nos estábamos tomando aquel sábado era de padre y muy señor mío. Fuera como fuera, aquellas palomitas no eran mías. No las había comprado yo. Tenía tanta autoridad sobre esas palomitas como la que tenía sobre las palomitas de los espectadores que hacían cola con nosotros: ninguna. Mis hijos las engullían, y lo hacían con deleite. En la cola, en la sala, empapados de la luz que rebotaba del proyector a la pantalla.

D3FNnnPWkAAXtsq
Macaulay Culkin en una imagen de 'Sol en casa' (Chris Columbus, 1990)

En la película Sol en casa, una de las primeras cosas que hace Macaulay Culkin cuando se da cuenta de que, efectivamente, su familia se ha marchado de vacaciones sin él, es ponerse a saltar encima de la cama de los padres comiendo palomitas. Eso lo sé porque he visto Solo en casa, pero lo recuerdo porque me lo dijo mi vecino Sergio cuando mi vecino Sergio y yo teníamos la edad que tiene ahora mi hijo. Qué bueno, cuando se pone a saltar en la cama con las palomitas. Este era el resumen. Esta era la síntesis de cien minutos de película. Qué bueno, cuando se pone a saltar en la cama con las palomitas. Las palomitas como espacio de resistencia suprema contra el mundo adulto. Tiene sentido. Las palomitas tienen, inherentemente, algo de subversivo. Se te quedan entre las muelas, son todo aceite, hacen ruido. Mucho ruido. Que en algún punto del siglo XX se popularizaran como manjar preferente en cines de todo el mundo pone de manifiesto que al cine no se va a ver una película. Lo que nos dice, el ruido de las palomitas, es que al cine se va a celebrar y a poner de manifiesto que estamos vivos.

Por eso a un mexicano a quien se quiere humillar se le dice frijolero y a un italiano a quien se quiere humillar se le dice spaghetti. Porque somos lo que comemos, también y sobre todo para nuestros enemigos.

La élite cultural, para despreciar una película, incluso se ingenió el término palomitera. El elitismo cultural es una forma de xenofobia sublimada, porque funcionan igual. Por eso a un mexicano a quien se quiere humillar se le dice frijolero y a un italiano quien se quiere humillar se le dice spaghetti. Porque somos lo que comemos, también y sobre todo para nuestros enemigos. Es para cubrirnos los hombros de nuestros enemigos, que vamos en tribu; mi hijo, mi hija, yo. Somos una banda feliz y ruidosa. Roedores de centro comercial. Una versión mejorada de la panda con quién iba al cine de adolescente, pero con el mismo deseo epicúreo y la misma nube de alboroto. Lagos de amor a todo el mundo con quién la he armado gorda en un cine, refresco de cola y palomitas saladas garganta abajo. Lagos de amor. Porque como decía Charles M. Schulz, el padre del perro que mi hijo pasea en forma de bolso, el amor es precisamente eso: compartir una caja de palomitas.