Toca hablar de libros, claro está. Y hoy no me refiero a recetarios o ensayos de gastronomía, sino a novelas donde la comida es un personaje más. Novelas donde la comida toma un protagonismo que va más allá del relleno o la descripción, y se devuelve material imprescindible para entender el transcurso narrativo.

La comida es testimonio de una época y nos sitúa. Cuando el pastor de Solitud come arroz de bacalao, nos indica un estilo de vida, porque resulta que el arroz y el bacalao aguantan tiempo y no pesan, de manera que son fácilmente transportables. Ideal para su trabajo. ¿Que el escritor te quiere transportar al humilde domicilio de una familia de clase obrera? La imagen es una mesa pequeña protegida con un hule desgastado y con platos soperos de Duralex con sopa humeante de fideos y garbanzos. ¿Queremos una escena entrañable? Haz que la cocina exhale un aroma intenso de pan recién horneado que llena de aromas la masía. Y ya puestos el servir comer como marca del contexto, que no se nos ocurra describir a unos romanos comiendo patatas o untando el pan con tomate. No por nada, sino porque, ¡ni tomates ni patatas estaban entonces a su alcance! Quizás un garum, eso sí. O el hidromiel, bebida de los dioses.

La comida es testimonio de una época y nos sitúa

Vamos ahora en el siglo XV, va. Todo el mundo sabe recitar la primera frase de El Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”. Pero pocos recuerdan que sigue todo un menú semanal, como si se tratara de un batch cooking de la época: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”.

Por cierto: la comida nos ofrece, sobre todo, sensación de verosimilitud, de realidad. Don Quixot indulta a Tirant lo Blanc cuando hace la crema de los libros de caballerías precisamente porque, en el libro de Joanot Martorell, comen: “Por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen". Son personas normales y no personajes de gestas y novelas, tan normales que centran el interés –como gran parte de la humanidad– en los placeres fundamentales: la cocina y el sexo. Y, si no, que lo diga Carmesina cuándo piensa en los afrodisíacos para "animar" a Tirant.

No podía no hablar de la famosa magdalena de Proust. La encontramos casi al inicio del primer volumen. Aquel día, el narrador se siente agobiado tanto por la tristeza como por la melancolía. Lo sacude un hecho tan banal como probar una pizca de aquellas "pequeñas madeleines" con forma de curculla. Se estremece, alguna cosa extraordinaria pasa en su interior. Un placer delicioso lo invade, se olvida de las preocupaciones y los desengaños del mundo y del amor. En aquel momento descubre que la idea de felicidad consiste en este "irse, en este "transportarse". Al final de fragmento escribe: "Me dejé de sentir mediocre y mortal". No es poco para una magdalena.

Los personajes de Tirant lo Blanc son personas normales que centran el interés –como gran parte de la humanidad– en los placeres fundamentales: la cocina y el sexo. Y, si no, que lo diga Carmesina cuándo piensa en afrodisíacos para animar a Tirant.

Cambiamos radicalmente de registro y vamos a Enid Blyton, la escritora inglesa de literatura juvenil. Muchos se han convertido en lectores de primera gracias a Los cinco, Los siete secretos, Las Torres de Malory o Las Gemelas O'Sullivan de Santa Clara. Recuerdo con nitidez los banquetes pantagruélicos que aquellos niños se jalaban. Mientras yo merendaba galletas con chocolate, aquellos niños comían cosas tan enigmáticas como la cerveza de jengibre, los pasteles de carne, el ruibarbo o los emparedados. Y yo cada vez los amaba más. Lo que es importante es que la escritora utiliza a los personajes para "educar" en el amor y el respeto a los alimentos: se habla y se disfruta de la comida. Y la mejor manera de acabar una historia de éxito es comiendo juntos, como también hacen en Astérix, por cierto.

Este artículo sería cojo si no habláramos del Carvalho. El detective es ecléctico en el gusto. Cocina y come platos de todo el mundo. Pero lo más importante es que no solo nos explica cómo se hacen y qué sabor tienen, sino que, de manera encubierta, crea criterio, con el objetivo que dejamos de ser unos ignorantes en la materia, porque la cocina es cultura, es sabiduría y es posicionamiento político. Este fragmento de Manuel Vázquez Montalban lo resume todo: “La cuina és una metàfora exemplar de la hipocresia de la cultura, perquè es basa en un assassinat previ, sigui d’una carxofa o d’un senglar. Si el comensal mort de gana arrabassés la vida d’un animal o d’una planta i mengés els cadàvers crus, seria assenyalat amb el dit com un monstre capaç de bestialitats estremidores. Però si trosseja el cadàver, el marina, l’assaona, l’estofa i se’l menja, el seu crim es transforma en cultura i mereix memòria”.