Por casa corren unas herramientas por las que tenemos una estima especial. Una es el volante, especial para cortar hierba y recortar márgenes, y la otra es el podal, la desbrozadora manual, el terror de los setos. Aquí un machete como los que salen a las películas o se blanden en peleas urbanas es del todo inútil, porque por los matorrales locales necesitamos material especializado. El volante y el podal —que son de edad indeterminada, pero tienen que tener unos cuantos años— tienen grabado con una cuña el nombre y ubicación del herrero, en mayúsculas: Pallarès / Solsona.

Esta es una de las grandes marcas tradicionales catalanas, de las que tienen más carácter y personalidad. Es así. Buscad en los bolsillos de los hombres que levantan y vigilan el país y, en una altísima proporción, encontraremos que llevan a una pallaresa: aquella navaja polivalente, perfecta, que tan sirve como para deshuesar un jamón, pelar un hilo eléctrico o el que sujeta una bala de hierba, o para cortar los níscalos que encuentras en el bosque.

Pallarès / Solsona: esta es una de las grandes marcas tradicionales catalanas, de las que tienen más carácter y personalidad

Si nunca os han invitado a una casa de campo y os han sacado la longaniza (o el fuet del cazatalentos, si la visita tenía como objetivo concertar un matrimonio o tomar vistas de la novia) habréis tenido la oportunidad de ver cómo es la técnica auténtica para cortar el embutido. En vez de hacer como los finolis o atemorizados —buscar una madera, coger un cuchillo de hoja ancha y cortar de arriba hacia abajo, en dirección a la madera— la maniobra es mucho más sencilla. La longaniza se coge en vertical con la mano izquierda (los diestros), mientras que el extremo que se cortará se aguanta con el pulgar de la mano derecha. Con el índice se aplica la fuerza sobre el trozo de la pallaresa: la hoja (siempre que esté bien afilada) desliza y se detiene justo cuando llega al límite de la piel. Si nunca siguiera avanzando, cortaría el dedo.

Pallarés y compañía / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Una de las grandes marcas tradicionales catalanas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Un cálculo inventado dice que si sumáramos todos los kilómetros de fuets, hervores, bringueras, butifarras y etcétera que se han cortado con pallaresas haríamos la vuelta al mundo por el ecuador y quizás todavía nos sobrarían. Y todas salen de una discreta fábrica que hay en un polígono a las afueras de Solsona. Los primos David y Lluís Pallarès son el alma, como representantes de la tercera generación de cuchilleros, un oficio que en Solsona tenía mucho predicamento, porque a principios del siglo XX había ocho obradores en la ciudad. Es una alta responsabilidad que han cogido con entusiasmo y dedicación.

El proceso de fabricación reproduce las tareas tradicionales: trabajan con seis variedades de acero alemán (tres con carbono y tres inoxidables), según los usos que tenga que tener la herramienta. Lo cortan. Lo templan (lo calientan a gran temperatura y lo enfrían rápidamente, para cambiar la estructura molecular y lo cual coja resistencia). Después lo amuelan, es decir, pasar por la mole para afilarle el corte. A partir de este momento, todos se hace a mano: emular, pulir, enastar y volver a pulir: un itinerario lógico que reproduce los procedimientos de la herrería de toda la vida, pero a una escala de pequeña industria.

Pallarés y compañía / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Pallarès y Solsona / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

La fábrica es un sugerente punto de contacto entre la tradición y la modernidad: al lado de una caja con mangos de plásticos de colores virolados hay una con cuernos de ciervos, de las que también se harán mangos para cuchillos de cacería: es una conexión con el paleolítico, donde los cuernos servían para percutir los núcleos de sílex. Ha pasado mucho tiempo, pero cuchillos, azadas y hachas son tan necesarias hoy como semillas. En la panoplia variadísima de las herramientas del campo y a las omnipresentes navajas, de toda medida y acabados, hay que añadir la línea de cuchillos de cocina.

Ha pasado mucho tiempo, pero cuchillos, azadas y hachas son tan necesarias hoy como semillas

Los cuchillos Pallarès han estado desde siempre presentes en las cocinas, desde el inicio de los tiempos. Sí, todavía hay chefs que se gastan fortunas en cuchillos japoneses de casa Yosihiro, pero cada vez hay más que se dan cuenta de lo que hay que ir a buscar tan lejos lo que puedes encontrar hecho al lado de casa: cuchillos elaborados con conocimiento, respeto y una técnica impecable. Hay dos opciones: el acero de toda la vida (el preferido de los entendidos) y el inoxidable, que quizás no tiene tan de glamur, pero que, cuando menos, no se oxida.

En todas las historias de vida de tantos picaderos, segadores, campesinos y pastores (que son los que de verdad cuentan, no tantos oficinistas y chupatintas), una pallaresa les ha acompañado. Y a mecánicos, electricistas y fontaneros. Y, cada vez más, son indispensables en las cocinas de los restaurantes. Pongamos a un Pallarès en nuestra vida.