Sobre los catalanes y las catalanas se han dicho muchas cosas, pero todavía no he escuchado que hagamos peste a ajo -más allá de una crítica, esto sería un auténtico espantaturistas-. Imagino que años atrás la gente del país debía hacer un tufo de ajo considerable, porque el mortero a rebosar de alioli no faltaba nunca en la mesa. Hoy, sin embargo, en nuestros bares y restaurantes resulta casi imposible encontrar un alioli digno. Y, a falta de éste, se suelen acompañar las carnes con sucedáneos de alioli envasado o con otras salsas emulsionadas a base de ajo, como mayonesa de ajo o lactonesa de ajo, las cuales no tienen nervio pero tampoco provocan el mal aliento ni la piel fétida (cuando comemos ajo crudo su aroma se desprende también por los poros de la piel, especialmente cuando sudamos). Antiguamente, presumo que el olor colectivo a ajo no sería un problema, ya que si todos y todas lo comíamos por igual, entonces no la debíamos notar (tal como ocurre con el olor personal). Por fortuna, el que quiera llorar con un auténtico alioli sin huevo todavía puede prepararlo en casa, eso si la pareja o los compañeros dan el visto bueno. En cualquier caso, si adoras la potencia del ajo crudo pero te incomoda que te señalen en casa o en el trabajo, sepas que tienes una alternativa: la capsaicina de los pimientos picantes, que estimula los mismos centros neuronales que la alicina (el alcaloide del ajo) y causa, paradójicamente (ya que se percibe en las terminaciones nerviosas del dolor), una enorme sensación de placer por la liberación de grandes dosis de endorfinas y serotonina en el cerebro.

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Surtido de pimientos picantes / Foto: El Odyssée Belle

El origen de los pimientos picantes

Los pimientos (Capsicum) son originarios del continente americano, más concretamente de los valles templados del centro de la Cordillera de los Andes. En el pueblo boliviano de Padilla, por ejemplo, considerado la capital del ají de Bolivia, se cultivan desde la época precolombina decenas de variedades de pimientos de todos tipos y colores: amarillos, naranjas y rojos; grandes, medianos y pequeños; largos, redondeados y triangulares; picantes, semipicantes y dulces. Pero lo más sorprendente de Padilla no es su patrimonio hortícola, sino la cantidad de especies de pimientos silvestres que proliferan por doquier y que dotan al paisaje de un picor etérea e imperceptible. Se trata de frutos muy pequeños y redondeados que, a pesar de su tamaño, pican como el gas pimienta de los agentes antidisturbios (no es casualidad que estos gases estén fabricados a base de capsaicina). Se calcula que hace unos siete mil años, los pájaros, que no experimentan la sensación de picante, dispersaron las semillas de estos frutos hacia Mesoamérica y de manera simultánea los primeros americanos domesticaron los pimientos en el norte y el sur del continente americano. Su primera hazaña consistió en seleccionar aquellos pimientos que no picaran, y así aparecieron las primeras variedades de pimiento dulce, que son las que actualmente hay en Catalunya.

"Dada nuestra predilección por comer y atracarnos de ajos crudos, habría sido lógico que hubiéramos igualmente abrazado el picante de los pimientos desde el primer momento en que tuvimos la oportunidad"

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Detalle de un banco de la plaza de España de Sevilla / Foto: Wikipedia

El descubrimiento de Europa

Los pimientos picantes llegaron a Europa en abril de 1493 de la mano de Cristóbal Colón. Al retornar de su primer viaje a las Américas, el almirante, tras una corta estancia en Sevilla, puso rumbo hacia Barcelona dado que los reyes católicos se encontraban en el Monasterio de San Jerónimo de la Murtra, en Badalona. Colón se presentó ante sus majestades con oro, seis nativos (eran diez en total, pero cuatro se quedaron en Sevilla), guacamayos, boniatos, pavos, maíz y pimientos picantes, que al probarlos quemaron la lengua a los reyes. Cataluña, por tanto, fue la puerta de entrada de los pimientos picantes al viejo continente (se desconoce si en Sevilla ofreció las semillas a alguien), los cuales saltaron rápidamente hacia el resto del mundo conocido mediante los comerciantes italianos y portugueses. La cuestión es que, dada nuestra predilección por comer y atracarnos de ajos crudos, habría sido lógico que hubiéramos igualmente abrazado el picante de los pimientos desde el primer momento en que tuvimos la oportunidad. De hecho, esta fue la reacción de casi todos los pueblos y culturas de Europa, Asia y África que ya consumían ajos y pimienta. Hoy por ejemplo, resulta inconcebible la cocina china sin pimiento picante; o la cocina italiana, que tiene auténticas joyas gastronómicas a base de diferentes especies de peperoncino, como los aceites aromatizados o la 'nduja (un tipo de sobrasada picante). Los catalanes, en cambio, apenas incorporamos la guindilla a cuatro recetas contadas, las que, más allá de una anécdota, no constituyen una auténtica tradición culinaria.

“Comer picante libera endorfinas y serotonina ofreciendo una grata sensación de bienestar"

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Surtido de pimientos picantes / Foto: Timothy L Brock

Hacia la inmersión culinaria

Como el ajo, los pimientos picantes (hay decenas de especies y miles de variedades) son un alimento con muchísimas bondades y propiedades: son antioxidantes, ricos en vitaminas, mejoran el sistema circulatorio y tienen efectos anticancerígenos (sólo están contraindicados en aquellas personas que padecen úlceras estomacales y problemas graves de estómago, ya que pueden acentuar los dolores crónicos). Pero lo que los hace realmente interesantes son sus virtudes psicológicas; recordemos: comer picante libera endorfinas y serotonina ofreciendo una grata sensación de bienestar. Entonces, dado que los catalanes le hemos dado la espalda al ajo crudo (a diferencia de los pimientos, cuando el ajo se cocina pierde su picor característica), me pregunto si no ha llegado el momento de volver a disfrutar con el picante y, de paso, corregir así nuestro error histórico -Fuimos los primeros en conocer los pimientos picantes y podríamos ser los últimos en integrarlos-. De hecho, una gran parte de los nuevos catalanes y catalanas ya comen picante, porque sus gastronomías tradicionales de origen se sustentan en este tacto (sí, el picante no es un aroma ni un gusto, sino una sensación táctil). Es probable que la inmersión lingüística sea un reto sólo de los inmigrantes, pero la inmersión culinaria es un reto y una responsabilidad de todos. Es más, no se me ocurre una mejor manera de integrarnos los unos con los otros que desplegar un auténtico recetario de cocina catalana picante. ¿Se imaginan una escudella picante, un fricandó picante, o un pantumaca picante? Yo sí. Y eso sería toda una declaración de intenciones. Somos dulces y seremos picantes.