Si el miércoles salió usted de casa, es probable que, por ejemplo, se encontrase con la señora Paquita, la viuda del entresuelo segunda, haciendo la cola de la pescadería con el carrito de la compra y una toalla de baño sobre los hombros. Más tarde, después de echar la quiniela, quizás se cruzase con dos jóvenes mormones que llevaban sendas toallas en el cuello. Y, tal vez, enseguida se topó usted con una cuarta toalla fuera de contexto, esta en poder de un enajenado que la ondeaba al viento mientras levantaba el dedo gordo hacia el cielo nublado, haciendo la señal universal del autostop. De hecho, es mucho más creíble que viera usted a alguien por la calle con una toalla de baño, que con una servilleta de las que llevan (o llevaban) los camareros de oficio en el brazo izquierdo, pues, al parecer, los profesionales de la hostelería son cada vez más difíciles de encontrar. Si fue así, NO SE ASUSTE. No es que a usted se le haya pasado la última moda (o sí, dado que todavía echa la quiniela); es que el miércoles, como cada 25 de mayo, fue el Día de la Toalla. Douglas Adams, guionista y humorista estelar, autor, entre otros, de la Guía del autoestopista galáctico, la novela de ciencia ficción más tronchante de todos los tiempos, se mudó a otro planeta en mayo del 2001. Desde entonces, los fans de todo el mundo le rendimos homenaje ostentando durante esa fecha una toalla sobre los hombros, puesto que es lo más útil que un autoestopista interestelar puede llevar para darse un garbeo, de balde, a lo largo y ancho del Universo. Pero esta guía, como veremos hoy, además de toallas, recomienda comidas, e incluso algunos restaurantes sorprendentes.

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Douglas Adams y un gato (de Schrödinger?). Foto: Telegraph

La Guía del autoestopista galáctico (The Hitchhiker's Guide to the Galaxy) nació como serie radiofónica para la BBC, en 1978. Le siguieron los libros de la «trilogía en cinco partes» (seis, si tenemos en cuenta And another thing…, de Eoin Colfer), una serie de televisión, un videojuego y una película. Todas las versiones siguen, cuanto menos, la misma trama inicial: Un jueves, a la hora de comer, la Tierra es destruida por una raza de alienígenas a fin de abrir una carretera de circunvalación hiperespacial. Arthur Dent, a quien precisamente aquella mañana le han demolido la casa para construir un nuevo cinturón de ronda, consigue huir a tiempo del planeta, previo paso por el pub para beber cerveza y comer cacahuetes, haciendo autostop sideral con su amigo Ford Prefect. Ford resulta ser oriundo de un pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guildford, como normalmente afirma, y hace quince años que está atrapado en nuestra tierra como investigador de la Guía del autoestopista galáctico, el libro más destacable de todos los que han salido de las grandes corporaciones editoriales de Ursa Minor, la portada del cual, con simpáticas letras grandes, ostenta la leyenda NO SE ASUSTE. Para disgusto de Arthur, que ha subido a la nave espacial en batín y pantuflas, el fin de semana apenas ha comenzado y la Galaxia es un lugar muy extraño y sorprendente. Douglas Adams era un joven estudiante de filología inglesa en Cambridge, miembro del grupo universitario de teatro cómico embrionario de Monty Python, que viajaba a dedo por toda Europa con la ayuda de libros de autoestopismo cuando se le acudió la idea del título. «Surgió mientras yo estaba ebrio, estirado en un parque en Innsbruck (Austria), en 1971. No particularmente borracho, sino la clase de ebriedad que tienes cuando llevas un par de Gössers (una cerveza austríaca) en el cuerpo después de no haber comido nada en dos días.» Es, quizás, a causa de esa hambre sufrida en su época de trotamundos que algunos de los títulos de la saga hacen referencia explícita a la comida (El restaurante del fin del mundo, Hasta luego, y gracias miedo lo pescado) e intervienen tantos alimentos en sus alocadas aventuras.

Ciertamente, hay una infinidad de cosas comestibles (y bebibles) en la Guía del autoestopista galáctico y sus secuelas. Aun así, podemos dividirlas todas en dos categorías: la primera, cuando la comida alienígena se utiliza en situaciones normales al estilo terrestre, y la segunda, cuando los alimentos terrestres se emplean en circunstancias alienígenas. Dentro de la primera categoría, encontramos, por ejemplo, el detonador gargárico pangaláctico, la mejor bebida que existe según la guía galáctica, el efecto de la cual «es como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor de un gran lingote de oro». A pesar de ser una muestra de coctelería hartamente marciana (el libro explica al detalle la receta, que incluye agua de los mares de Santraginus V, megaginebra arcturiana, gas de las marismas falianas, extracto de Hierbahiperbuena de Qualactina, el diente de un suntiger algoliano, Zamfuor, aguardiente añejo Janx y una aceituna) es básicamente alcohol, y la gente lo bebe en el espacio por los mismos motivos y en las mismas ocasiones que en la Tierra. En este grupo también cabe la carne de «Rinoceronte Vegano» (Adams se anticipó cuatro décadas a las carnes veganas de marcas como Lidl o Heura) que una raza de ratones pandimensionales ofrecen a Arthur y sus amigos en el transcurso de una convencional comida de negocios. En cuanto a la segunda categoría, podemos citar la escena del primer capítulo del libro, cuando Ford Prefect lleva a Arthur al pub y le obliga a beberse de golpe tres jarras de cerveza como «relajante muscular», y le atiborra a cacahuetes para recuperar «sal y proteínas», cosas necesarias para colarse en una de las naves espaciales de la flota encargada de la demolición de la Tierra. En cuanto al té, los extraterrestres lo utilizan para alimentar la Energía de Improbabilitad Infinita, trasto que sirve para atravesar vastas distancias interestelares en un periquete. «Desde luego, se conocía bien el principio de generar pequeñas cantidades de improbabilidad finita por el sencillo método de acoplar los circuitos lógicos de un cerebro submesón Bambleweeny 57 a un vector atómico de navegación suspendido de un potente generador de movimiento browniano (digamos una buena taza de té caliente); tales generadores solían emplearse para romper el hielo en las fiestas, haciendo que todas las moléculas de la ropa interior de la anfitriona dieran un salto de treinta centímetros hacia la izquierda, de acuerdo con la Teoría de la Indeterminación.». Douglas Adams empieza el párrafo con palabras de apariencia científica, que suenan importantes, para después lograr el efecto cómico mediante de la incursión de un brebaje tan común, especialmente para los británicos, como es el té. Alimentos habituales con funciones inesperadas para hacernos ver cómo de extraños son nuestros hábitos poniéndolos en un contexto ajeno, inusual.

Esta curiosa celebración, quién sabe si exportada por algún autoestopista galáctico, llegó al espacio el día, un 31 de enero, en que Scott Kelly cambió su traje de astronauta por un preceptivo traje de gorila.

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Cartel con un dibujo de Don Martin para el Día mundial del disfraz de gorila. Foto: Pixels.

El Bloomsday, el Día del disfraz de gorila y el día en que la Tierra se quedó estúpida

La festividad del Día de la Toalla es de algún modo heredera del Bloomsday, la efeméride literaria que desde el 16 de junio de 1954 celebra, en Dublín, la vida de James Joyce y su obra más celebrada, Ulises. Consiste en revivir los acontecimientos que el mismo día de 1904 le sucedieron a su protagonista, Leopold Bloom, que el autor irlandés presenta en el libro con las siguientes palabras:«El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa.» En el transcurso del Bloomsday, desgraciadamente, la comida servida a la asistencia no contiene casquería sino un almuerzo irlandés completo: salchichas, tocino, tostadas, judías, black pudding y white pudding; todo empujado con pintas de cerveza Guinness. Pero el gusto de Douglas Adams por el humor absurdo hace que la conmemoración más directamente emparentada sea otra: el Día mundial del disfraz de gorila. Sí, lo han leído bien. La fiesta —consistente, como ya se deben de imaginar, en pasar el día bajo la piel de un gran simio— es un homenaje a Don Martin, proclamado «MAD Maddest Artist», es decir el dibujante más chiflado de la revista satírica norteamericana MAD, quién realizó una historieta titulada «National Gorilla-Suit Day», una surrealista historia sobre un hipotético Día Nacional del Traje de Gorila organizado por los mejores fabricantes de trajes de gorila de la ciudad. Esta curiosa celebración, quién sabe si exportada por algún autoestopista galáctico, llegó al espacio el día, un 31 de enero, en que Scott Kelly cambió su traje de astronauta por un preceptivo disfraz de gorila. Además, en el episodio 39 de la serie de ciencia ficción animada Futurama, titulado «El día en que la Tierra se quedó estúpida», uno de los protagonistas menciona un planeta llamado «Don Martin 3», en memoria del gorilesco dibujante. Futurama, junto con la española Plutón B.R.B. Nero y la mítica serie de televisión británica El enano rojo (muchos de ustedes, los de mejor añada catalana, la recordarán emitida por TVC dentro del programa Mikimoto Club) es uno de los productos audiovisuales más estrechamente inspirados en la Guía del autoestopista galáctico, por el procedimiento de incardinar ciencia ficción y humor absurdo, y la incursión de personajes como Zapp Brannigan, que homenajea a Zaphod «Zappy» Beeblebrox, de la saga galáctica para autoestopistas. Tanto la serie animada creada por Matt Groening, el mismo padre de los Simpson, protagonizada por un repartidor de pizzas a quien congelan, por error, en 1999 y descongelan en el siglo XXXI, como en los libros de Adams, los lejanos mundos del mañana se utilizan para satirizar y denunciar el mundo presente y más próximo: una «Tierra que se ha quedado estúpida». Pero la simiesca historieta de Don Martin y Futurama, guardan otras muchas concomitancias, algunas de ellas culinarias, con el universo de Douglas Adams. En la Tierra del futuro que sirve de escenario a Futurama, varias especies se han extinguido por la acción gourmanda de los humanos, como es el caso de las vacas, las anchoas y los caniches. Adams fue un destacado ecologista y activista medioambiental que hizo campaña en favor de las especies en peligro de extinción. Este activismo incluyó la producción de la serie de radio de no-ficción Last Chance to See, en la cual él y el naturalista Mark Carwardine visitaron especies amenazadas, y después publicaron un libro homónimo. Adams y Carwardine contribuyeron con el capítulo «Meeting a Gorilla» al libro The Great Ape Project, donde proponen la igualdad moral entre todos los grandes simios, humanos y no humanos; amén de ser un defensor activo de la Dian Fossey Gorilla Fund. En 1994, Douglas Adams escaló el Kilimanjaro mientras llevaba, no ya un disfraz de gorila, sino un traje de rinoceronte para la organización benéfica británica Save the Rhino International. Con este acontecimiento se recaudaron unas 100.000 libras, beneficiando escuelas de Kenia y un programa de preservación del rinoceronte negro en Tanzania, quien sabe si con la secreta intención de protegerlo de los hábitos culinarios de los ratones galácticos devoradores de rinocerontes veganos.

Quién sabe si hoy en día, además de defender a los gorilas y rinocerontes, Douglas Adams haría campaña, se disfrazaría y recaudaría dinero para salvar a los camareros y a los cocineros: los últimos animales en peligro de extinción.

El Restaurante del Final del Universo

Me he dejado para el final el plato fuerte del día: El restaurante del fin del mundo, el segundo libro de la saga galáctica, y el más gastronómico, en el que los protagonistas recorren el espacio en busca de un restaurante. En el tramo final de este volumen, la acción nos sitúa en Milliways, una casa de comidas, la más conocida y famosa de todo el cosmos. «El menú de Milliways cita, con autorización, un párrafo de la Guía del autoestopista galáctico. El pasaje es el siguiente: La Historia de todas las civilizaciones importantes de la Galaxia tiende a pasar por tres etapas distintas y reconocibles, la de Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde. Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta: “¿Cómo podemos comer?”; la segunda, por la pregunta: “¿Por qué comemos?”; y la tercera, por la pregunta: “¿Dónde vamos a almorzar?”. El menú pasa a sugerir que Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo, puede ser una respuesta muy agradable y refinada a la tercera pregunta.» Además de la buena comida, en este restaurante puede disfrutarse de un espectáculo único: permite a toda su clientela presenciar el colapso final del universo, que se repite gracias a un mecanismo temporal que retrasa el restaurante en el tiempo entre sesiones, para poder presentar esta función indefinidamente. De nuevo en nuestro planeta, les diré que no creo que tengamos que esperar a que una flota alienígena de constructores de autopistas hiperespaciales destruya la Tierra, porque de esto ya nos estamos ocupando, y muy bien, nosotros solitos. Aun así, por lo visto, tampoco tendremos que esperar mucho para presenciar el fin de los bares y restaurantes, puesto que el sector, desesperado, ha dado la voz de alarma y advierte de un verano sin camareros ni cocineros. Los bajos salarios, el hecho de trabajar muchas más horas y días de los que marca el convenio, durante festivos y fines de semana, y las desalentadoras condiciones laborales, hacen difícil encontrar personal. Por otro lado, a consecuencia de los dos años de pandemia y del maltrato sistemático del gobierno de la Generalitat hacia los bares y restaurantes, con meses de cierre total, sumado al elevado alquiler de los locales, obstaculiza todavía más, en el caso de los pequeños negocios, el camino para revertir la situación. Algunos restauradores estelares, como Albert Adrià, piden ya un cambio de mentalidad y proclaman el fin de la sobremesa, todo un cataclismo. Bares o barbarie. Si esperan que este humilde articulista les facilite una solución al problema, les advierto que no tengo una respuesta. Bien, sí, tengo una: 42. La misma que en la Guía del autoestopista galáctico ofrece Pensamiento Profundo, una supercomputadora construida por los ratones pandimensionales, que buscan el sentido de la Vida, el Universo y Todo lo demás, antes de advertirles que lo primero que tienen que descubrir es la «Pregunta definitiva». Para ello, da los planos para construir a su sucesor, un supercomputador mejor que él y que se asemeja a un planeta, el cual será bautizado como Tierra, y finalmente destruido cinco minutos antes de acabar el experimento. Quién sabe si hoy en día, además de defender a los gorilas y rinocerontes, Douglas Adams haría campaña, se disfrazaría y recaudaría dinero para salvar a los camareros y a los cocineros: los últimos animales en peligro de extinción. Yo, antes de que todos los restaurantes desaparezcan y sean sustituidos por cadenas de gimnasios (Douglas Adams murió prematuramente de un infarto mientras se ejercitaba en uno de ellos), propongo instaurar el día de hoy, 27 de mayo, como el Día de la Servilleta, y que todos nos paseemos por la calle con un lito colgado del brazo izquierdo, en homenaje al profesional de la hostelería que nos cuida y restaura a diario. NO SE ASUSTE, y lleve una servilleta.

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Douglas Adams disfrazado de rinoceronte para defender a las especies en peligro de extinción. Foto: Save the Rhino International