Todo empieza cuando en un momento dado, en plena visita a la sala de barricas, Javier Reynoso nos explica que no estamos solos. Que allí dentro, en aquel espacio mudo y silencioso lleno de bocoyes de roble americano y francés, hay alguien más aparte de nosotros. Alguien a quien no vemos, a quien no podemos poner cara y a quien no podremos oír nunca. Lo afirma en un catalán magnífico que denota el acento de su Buenos Aires natal, pero con el que muchos podrían pensar que se trata del enésimo argentino haciendo uso de la reputada fama de bocazas que tienen los paisanos de Messi. Reynoso, embajador de marca de Torres Brandy, no nos está diciendo ninguna mentira: tiene razón, allí dentro no estamos solos. ¿Boca o River?, le pregunto. San Lorenzo, siempre, me responde mientras le digo que también es el equipo del Papa de Roma y empiezo a agobiarme con tanta conexión celestial. Porque sí, allí dentro hay alguna cosa que nos conecta con alguien, o mejor dicho, con algo. Alguna cosa lejana, desconocida y del más allá. Alguna cosa creada por aquellos que nos acompañan invisiblemente: los ángeles.

De repente vibra el móvil en el bolsillo y un whatsapp me rompe la magia del momento. Es mi madre preguntándome dónde estoy. "En la bodega de brandis de Torres, en Sant Martí Sarroca", le digo. Cuando me pregunta si estoy con otros periodistas y escritores, respondo que sí, pero que también estoy con los ángeles. Sorprendida, me pregunta si tengo fiebre y añadiéndome el emoticono de una cara sonriente me dice que "ya debo ir borrachín". La verdad es que no he bebido ni una gota de alcohol, sobre todo porque es miércoles y son las once de la mañana, pero sobre todo porque no me hace falta: no hay que llevar un punto para comprender que el brandy es más que una bebida y que, si se bebe como toca, tiene capacidades curativas. No lo digo yo, sino que ya lo pensaba el médico Arnau de Vilanova, el primer catalán que destiló vino para crear una "aqua vitae" en el siglo XIV, mucho antes de que los holandeses compraran vino de la región de Cognac, lo quemaran en alambiques y lo conservaran durante años en botas de roble.

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Los alambiques de la destilería de Torres Brandy en Vilafranca.

Mirándolo bien, es una lástima que en la puerta del Hospital de Lleida no haya ningún letrero donde se explique que Arnau de Vilanova creía que el vino destilado puede ser una medicina, ya que sólo hace falta probar un traguito para darse cuenta de que puede curarlo casi todo, sobre todo el alma. Es innegable que el brandy tiene algo de alquimia, y no sólo porque cuando envejece dentro de las botas pierde un tanto por ciento importante de su líquido, que se evapora como si unos seres imaginarios se lo hubieran bebido, por eso a este proceso se le llama "la parte de los ángeles". Antes de que eso pase, antes de que el brandy sea brandy, la destilación en sí ya se convierte también en una cosa mágica y misteriosa, tan intrépida como pasar por una calle cualquiera de Vilafranca del Penedès donde un letrero dice "Fàbrica d'holandes de vi", atravesar lo que parece una puerta normal y entrar de repente en otra dimensión llena de destilerías destilando uva fermentada. "Estos alambiques tienen más de cien años y son uno de los secretos más patrimoniales de Torres", nos dice dentro Xavier Sort, el nuevo master distiller de la rama de espirituosos de Familia Torres y que ha tomado el relevo de Matías Llobet, jubilado después de cuarenta años jugándose todo el trabajo de un año en las escasas semanas que dura el proceso de destilación del vino.

¿Puede haber algo más poético que dedicarte a fermentar, destilar y envejecer un vino que disfrutará alguien que no eres tú quizás medio siglo más tarde?

Dentro de mi cabeza, lo confieso, el master distiller es un alquimista y el brand ambassador es un druida, quizás porque siempre he entendido el brandy como una bebida ancestral y muy poco contemporánea en relación con la sociedad globalizada en la que vivimos, muy poco digna de tener cargos con estos nombres anglosajones tan propios de una serie como Succession: en una época frenética, de cambios constantes, de compras online, porque lo necesitamos todo ahora, y de noticias que se olvidan al cabo de treinta y seis horas porque quedan sepultadas por un nuevo estímulo que morirá seis horas más tarde, hay un brebaje que sobrevive a contracorriente: sí, un licor que se caracteriza por pasarse cinco, diez, veinte o cuarenta años envejeciendo dentro de una bota es un producto anacrónico, y como todas las cosas anacrónicas, profundamente poético. ¿Puede haber algo más poético que trabajar fermentando, destilando y envejeciendo un vino que alguien disfrutará quizás medio siglo más tarde? Sí, doblar la apuesta y hacerlo envejecer con el método de solera, que consiste en crear hileras verticales de barricas de roble americano donde los vinos destilados más jóvenes se colocan encima del todo y los más viejos, abajo. Poco a poco, cada cierto tiempo, pequeñas cantidades de las botas de arriba se mezclan con las de la fila inferior hasta que algún día, quizás décadas después, llegan a las hileras de abajo del todo, donde reposan brandis con tanto envejecimiento que contienen vino que entró en la bodega antes de que se inventara internet y de que todo cristo pensara que el efecto 2000 sería el fin del mundo.

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Un coctelero del Paradiso creando un Boulevardier, hecho con Torres 15.

El fin del mundo oficialmente no llegó, pero extraoficialmente quizás sí que con la entrada en el nuevo milenio hay todo un mundo que murió para dar paso al mundo de hoy en el que todo va tan deprisa. El brandy, por lo menos en nuestra casa, se quedó anclado en el pasado, seguramente por eso soy el único menor de sesenta años que pide una copita de Torres 10 después de tomar un café en el bar de mi pueblo y seguramente por eso, en Catalunya, es todavía demasiado difícil ver a gente bebiendo brandy mientras baila con la botella en la mano en medio de una boda, tal como pasa en aquella mítica escena de Melancolía de Lars von Trier. Por una parte, ahora que Barcelona tiene la mejor coctelería del mundo, no estaría de más recordar que en ella algunos de los combinados más celebrados son con brandy, quizás porque las cosas que valen la pena de verdad, en la vida, sobreviven a todo tipo de modas y de tendencias. Incluso a toda clase de apocalipsis. En la película del director danés, cuando el planeta Melancholia está a punto de colisionar contra la Tierra, la protagonista dice que no tiene miedo porque es una nueva oportunidad para conectar con el más allá. Nosotros, en la vida real, tampoco tenemos miedo si tenemos brandy.

"Estoy conectando con el más allá" es, precisamente, lo mismo que digo a mi madre por WhatsApp cuando después de la visita a la bodega tengo la ocasión de crear mi propio brandy mediante un blend de dos variedades de uva de añadas diferentes: un parellada del 2014 y un ugni blanco del 2017. Proporción de 60% y 40%, me recomienda Xavier Sort, a quien llamo Gabriel sin que su rostro se sorprenda. Un brandy único, pienso, porque lo he hecho yo y porque ahora descansa dentro de una pequeña botella con una etiqueta vacía, todavía por escribir. Javier Reynoso, bolígrafo en mano, acerca la nariz, destaca los aromas profundos y cálidos, con notas de vainilla, canela y nueces, me dice que es una óptima selección y me recomienda tener la botella destapada durante tres días, en casa, a fin de que el oxígeno haga su trabajo. A fin de que los ángeles entren en mi piso, vaya. Después, sencillamente, escribe las variedades y las proporciones de la mezcla en la etiqueta mientras yo no puedo parar de recorrer con la punta de la lengua el pequeño trago que he hecho de la botella y que todavía me humedece los labios. Quizás por eso, cuando me pregunta qué nombre quiero ponerle a mi creación, no tengo ninguna duda: "El cielo en la tierra", le digo. "Mejor más cortito", me responde. De acuerdo, "Melancolía", pues, le digo convencido mientras escribe bien grande y con letra bien bonita en la etiqueta sin que la americana haga notar que debajo los hombros, a media espalda, tiene plegadas las dos alas.