Querido olivo de mi jardín,
Nunca te he agradecido lo suficiente que me ayudaras a encontrar la mujer de mi vida. El día de la primera cita, que fue el último domingo de octubre del 2014, yo no sabía que estaba a punto de enamorarme de alguien a quien vuelven loca las aceitunas. Lo noté cuando pedimos dos cervezas a un camarero de la plaça del Sol y ella, primero, me preguntó si quería alguna cosita para picar. Evidentemente le dije que sí y cinco minutos más tarde había devorado de tal forma las gordal que nos sirvieron que solo me quedaron dos o tres para mí. "Las aceitunas son mi droga", me dijo excusándose mientras reía. Lógicamente, cuando inmediatamente después le respondí que yo tenía un olivo en el jardín de casa, de repente los ojos se le iluminaron.

olivos pexels julia sakelli
Hoy preguntamos: ¿en una primera cita, mejor clavel en el ojal u hoja de olivo? Abrimos líneas.

Siempre he pensado, olivo que te conozco desde que nací, que presumir de tu existencia 'me había dado puntos' en aquella primera cita. Si le preguntaras a Haidé, sin embargo, seguro de que te diría que aquel día le llamé la curiosidad por el bigote que llevaba en aquella época, a medio camino entre Freddie Mercury de Hacendado y el prototípico aceitunero andaluz, entendido a la manera de Berlanga, que inspiró el famoso poema a Miguel Hernández. Fuera como fuera, lo cierto es que gastaba bigote cuando le dije la frase que, vista con el tiempo, me doy cuenta de que fue una auténtica declaración de amor. "Si el año que viene quieres, ven y haces la cosecha conmigo", dejé caer como quien tira la caña, aunque en este caso más bien convendría decir que extendí directamente el tendal en el suelo. Por suerte, fue bien. Por suerte, pues, un día por fin os conocisteis.

De aquella noche ya han pasado nueve años, como también ya hace unos cuantos años que juntos dedicamos el último domingo de octubre, precisamente, a recoger las aceitunas. Dicen que hacerse mayor es dejar de tener ilusión por las noches del sábado en detrimento de tener miedo a los domingos con resaca, pero sinceramente creo que hacerse mayor debe ser ir a dormir con ilusión un sábado antes de las doce porque al día siguiente a primera hora tienes que vaciar el olivo. La verdad es que hay alguna cosa inocente e infantil en la cosecha, que yo entiendo como un juego, pero a la vez también hay alguna cosa animal y primaria, tan carnal como una noche de sexo loco y a la vez tan sensible como un WhatsApp diciendo te añoro. Si fuera católico, de hecho, diría que dar mamporrazos a un árbol libera la bestia que llevo dentro para conectarme con Dios, pero si te escribo esta carta es porque la única palabra sagrada en la cual creo no es precisamente la bíblica, sino la poética.

aceite oliva pexels mareefe
Un cáliz sagrado con aceite de primera prensada y unas olivas gordal dentro.

Mi particular teología de la liberación es transformar la violencia del batre en la caricia de la redención, por eso, año tras año, entendemos vaciarte rama a rama como un acto de amor. Entre nosotros, claro está, pero también hacia ti, a quien te liberamos del peso para ayudarte a respirar de nuevo. No tienes voz, pero de pequeño aprendí a oírte y a tratarte de manera tal que a finales de octubre, en aquella semana en que el otoño empieza a abrazarse al invierno, también yo sé que tú empiezas a abrazarte a la muerte. Sin palabras, lo expresas de manera clara: tu fruto cae del árbol, a menudo con la única ayuda del viento. Antes pensaba que verte perder olivas de las ramas era sinónimo de verte morir, pero poco a poco entendí que tu muerte es tu manera eterna de vivir, por eso Haidé y yo hacemos cada año la cosecha siguiendo el método Josep Pla: tratándote con delicadeza y no olvidando nunca, cómo decía él, que las ramas del árbol "no se tienen que golpear como si fueran piedras, ya que un olivo es un árbol vivo, enormemente sensible y delicadísimo".

En el capítulo "Collir les olives" de su libro Les hores, Pla también confesaba que Miquel Costa Llobera se había equivocado de árbol cuando escribió El pi de Formentor, ya que si hay que escribir nunca algún verso como "Mon cor estima un arbre...", este árbol tiene que ser un olivo como tú. Tiene razón, evidentemente. De hecho, yo también te quiero desde siempre, porque cuando yo nací tú ya estabas ahí. Te debió plantar a mi abuelo en el año 1970, más o menos, cuando se hizo la casa y decidió hacer un jardín en frente. De pequeño, una vez al año veía cómo él y mi tío hacían la cosecha, entonces en noviembre, y después mi abuela ponía una parte de las olivas a macerar. Ya hace mucho tiempo que ninguno de ellos no está entre nosotros, pero desde hace unos cuantos años cada último domingo de octubre Haidé y yo extendemos el tendal en el jardín, cogemos dos varas, preparamos una escalera y nos pasamos toda una mañana poniendo fin a los lamentos que, con la traducción del viento y la gravedad, nos anuncias desde días atrás.

olivas elie dib unsplash
Unas olivas conserva con más potingues que un gintònc de coctelería de quillos.

Después de un año pasado muy flojito, este año te has tomado a rajatabla la teoría de la contraañada y nos has dado casi 30Kg, de los cuales veinticinco los llevamos al molino de Ca la Madrona, en Font-rubí. A diferencia del año pasado, que volvimos con tan poco aceite que no llenó ni media botella de 50cl de Coca-Cola, hace dos semanas salimos de la almazara con tres litros de aceite virgen extra de primera prensada bajo el brazo. Ya lo dice Pla que "el olivo es un árbol humanísimo", seguramente por eso haces un año bueno y un año malo, porque sabes que después de un esfuerzo inmenso, tanto los humanos como los árboles -que somos seres vivos de la misma forma-, necesitamos recuperarnos y descansar. Ahora, mientras tú descanses durante un buen tiempo, hasta bien entrado enero a cada nueva ventolera irás perdiendo las pocas olivas que todavía guardas y los estorninos continuarán haciéndote visitas, diariamente, hasta que no te quede ninguna en las ramas.

Mientras eso pase, mi deber es hacerte saber que las aceitunas que recogimos hace dos semanas ya han entrado en la fase de la salmuera, cambiando el agua cada tres días y haciendo aquello tan alquímico de poner un huevo duro en agua y tirar sal hasta que flote. Antes las limpiamos cambiándolas diariamente de agua durante nueve días, y muy pronto empezaremos la tercera etapa final, con las olivas en conserva con hinojo, ajedrea y romero, que es una fase también llena de amor y delicadeza. Durante los tres o cuatro meses de paciencia que reclama este último proceso antes del éxtasis, Haidé cada día se mirará los tarros de cristal con la pasión golosa de la tentación, y mientras lo haga, en silencio, yo la miraré de reojo igual cómo la miré aquel último domingo de octubre de hace nueve años, cuando mi tentación fue querer volver a verla al día siguiente, casi con el deseo irredento de quién no puede parar de comer aceitunas. Casi con la fascinación deslumbrante de quien descubre el aceite de oliva después de haber comido siempre margarina. Casi con la certeza estimulante que el amor auténtico -que no es el de las películas- es firme, sabe expresarse sin palabras y tiene los altibajos naturales de un olivo. Por eso también aflora felicidad.
Atentamente,
P.