Queridísimos gourmeters,
Cuando leáis estas líneas, posiblemente yo ya no sea más que polvo. Desde jovencito he proclamado la grandeza literaria de Verdaguer, el latido humano de la plaza Major de Vic un día de mercado o la belleza indescriptible de la Fageda de la Grevolosa, la Foradada de Cantonigròs o el Santuari de Bellmunt, como una ermita en el cielo suspendida. Siempre he entendido Osona como uno de los órganos vitales más importantes de este cuerpo imperfecto y malherido que es Catalunya, pero hace unas semanas, después de una escapada a Menorca, llegué al trabajo y expliqué que la mejor longaniza que había probado en la vida no era de Vic.

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Una obra de arte denominada longaniza catalana, óleo sobre lienzo, circa 2023.

Un compañero de Torelló, con una mirada airada y que emanaba fuego de los ojos, inmediatamente me avisó que no repitiera aquello si no quería tener problemas. "No ho diguis en públic o seràs pell", me dijo. No era la piel, sin embargo, el problema, ya que en la tripa natural no hay demasiado misterio. El misterio, precisamente, era como había tardado treinta y cinco años a descubrir una cosa que en las últimas semanas he tenido que comentar en privado, de forma casi clandestina, pero que hoy he decidido hacerlo público aun atendiéndome a las funestas consecuencias de ello: he comido carnixulla y mi vida ya no es lo mismo desde entonces.

La longaniza: un pilar fundamental

Si cuando leáis esto ya he sido secuestrado por un comando paramilitar osonense, no perdáis el tiempo buscándome por alguna masía del Collsacabra y recordadme, por favor, como un amante irredento de la longaniza. Cuando con veintiséis años me emancipé de casa para ir a vivir solo a mi primer piso, lo primero que consideré imprescindible con el fin de dormir y hacer la mudanza, después de haber pintado, fue una cama, una televisión y una nevera con un Vichy fresco dentro, pero también una longaniza colgada en un pomo de detrás de la puerta de la cocina. Me daba igual cenar sentado en el suelo, sin mesa o sillas. No me importaba tener los libros mal apilados porque no había comprado estanterías de IKEA. No pasaba nada por tener la luz del lavabo colgando de un hilo. Lo que yo no podía concebir, de ninguna de las maneras, era una casa sin un fuet o una longaniza en la cocina, ya que la diferencia entre una casa y un hogar, a veces, se basa en entrar en la cocina y saber en que podrás hacer un mordisco a un embutido.

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Un charcutero, a medio camino entre Joan Miró y Miquel Barceló, en plena fase de creación de la longaniza.

Si el cristianismo ideó el pecado capital en torno a Adán, Eva y una manzana, para mí de pequeño la tentación siempre ha sido sinónimo de un fuet desecado que mordía a escondidas por miedo que a mi madre me riñera. O quizás lo mordía, mirándolo bien, porque abrazar lo que nos está prohibido es un acto tan natural y primario como llorar ante una emoción. La bronca todavía era mayor si el fuet no era de supermercado, sino 'longaniza de la cara', es decir, la de más calidad y comprada en la charcutería. Mi padre, criado en la charcutería más importante del Vendrell, Cal Cargol, era más flexible que mi madre y lógicamente me hizo siempre proselitismo del embutido artesano. Por eso ahora destino un 2% de mi sueldo mensual exclusivamente a fuet y longanizas, el 95% de las veces de Vic, pero me temo que eso no será un argumento lo bastante válido para evitar una fetua osonenca contra mi persona.

La carnixulla, un tesoro del Edén menorquín

Confieso que hasta hace un mes no había estado nunca en Menorca en verano, aunque todo el mundo me dijera que es el paraíso. Las expectativas antes de ir eran altas, por lo tanto, pero no me esperaba que lo que más me enamorara de la isla no fueran playas como Cala Viola, pueblos maravillosos como Alaior o gente magnífica como Dolors Boatella, la librera barcelonesa que me abrió las puertas de Vadellibres un sábado por la tarde en Ciutadella para recomendarme las Rondaies de Menorca (Col·lecció Jamma, 2020), de Andreu Ferrer Ginart, y hablar durante un buen rato de cómo es la Menorca real. De todas las cosas prototípicas que me preguntó si había hecho, la que más descolocado me dejó fue que me preguntara si ya había comprado carnixulla, pronunciándolo a la menorquina, es decir, 'carn i xua'. Le dije que no y me puso la cara que pondría alguien si le dices que has ido a Roma y no has visto el Coliseo. Inmediatamente después, con el libro de rondallas en el bolsillo, entré en la primera charcutería que encontré abierta, pedí interesado una carnixulla y entendí por qué Dolors me había hecho aquella pregunta.

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Una muestra de carnixulla esperando, sobre la madera, que algún mortal caiga a su tentación.

En esencia, la carnixulla y la Llonganissa de Vic son lo mismo, dos longanizas hechas con carne magra picada, tocino de cerdo con especies y pimienta que se embute en intestino natural, dentro de tripa de cerdo. El tiempo de curación también es más o menos lo mismo, unas tres semanas, pero hay alguna cosa particular en la xulla, que es como los menorquines llaman al tocino. La carnixulla no es un embutido con Indicación Geográfica Protegida, como la gloriosa Llonganissa de Vic, pero a fe de Dios que es un embutido que habría que proteger. Cuando lo probé, automáticamente noté un gusto diferente y nuevo. No sé si fue el sabor de la carne de cerdo cuidada, acentuado por el gusto que le aporta el tocino. Quizás era el punto salino que encontré, o el tacto ligeramente picante de la pimienta negra. Fuera como fuera, los matices aromáticos que le aportan las especies me estallaron dentro del paladar de manera tal que aparte de hacerme un artículo encima, supe que aquello no era una longaniza más, sino una longaniza única.

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Varias longanizas colgadas en el mercado de Mahón, el Sotherby's de la carnixulla.

Desgraciadamente solo compré dos carnixulles, que evidentemente en mi piso duraron menos de diez días colgadas tras el pomo de la puerta. Desde entonces vuelvo a ser fiel a la Llonganissa de Vic, una somalla de La Gleva que hace tiempo que me tiene cautivado o a un fuet de Camprodon que un día me recomendó el amo del colmado Cerdà, el que tengo debajo de casa, y que le compro habitualmente con la avidez de quien pide una dosis al camello. Cuando le pregunté si vendía carnixulla, los ojos se le iluminaron y me dijo que era difícil, ya que no se exportaba demasiado fuera de Menorca. Me ofreció un queso curado de Maó y una sobrasada que hacen cerca de Es Mercadal, pero yo de Menorca solo quería longaniza, a pesar de saber que en esta pasión particular había una pequeña traición a Osona y a mí mismo, empezando por el hecho de que incluso mi conejo se llama Gurb. Él es mi última esperanza para enternecer a los osonenses y salvar la vida, probando de evitar que cuando leáis estas rayas ya lleve días desaparecido y soportando la peor de las torturas: una alimentación estricta a base de una dieta vegana. Es decir, a base de una vida sin longaniza, que en mi caso es una infeliz vida sin sentido.
Atentamente,
P.