Toda la vida he confesado que cada día, poco o mucho, pienso en Roma. Cuando no es un gol de Totti el que me viene en la cabeza, es alguna escena de La grande bellezza la que se me filtra en la retina, alguna receta como los espaguetis a la carbonara cuando quiero prepararme un tupper o algún recuerdo de un ristretto en el Caffè Sant'Estuacchio cada vez que pido un café corto en algún bar y me sirven un café largo y aguado, cosa que desgraciadamente pasa casi cada día. Lo que no creía tener que confesar, en cambio, es que la semana pasada me di cuenta que cada noche, cuando ceno, más que en Roma lo que me pasa es que pienso en el imperio romano. Darme cuenta de ello me sorprendió, ya que nunca me ha acabado de interesar demasiado hablar de la antigua Roma y siempre me han parecido aburridísimas las conversaciones sobre por qué cayó el imperio, si era o no era mejor la república o en qué siglo antes de Cristo los romanos destronaron la monarquía, pero cuando hace algunas semanas se hizo viral la tendencia de TikTok en la cual muchas novias preguntaban a sus chicos cuántas veces a la semana piensan en el imperio romano, inmediatamente me di cuenta de que yo también pensaba en él, de manera más indirecta que directa, cada día cuando me preparo el desayuno, cuando me siento a comer o cuando me dispongo a hacer la cena: el 95% de todo lo que como es de herencia romana por el solo hecho de que la dieta mediterránea con la cual procuro alimentarme no nació propiamente con los romanos, pero le debe parte de su existencia actual a la expansión y mejora de la agricultura que Roma hizo por todo el Mediterráneo.

Comer papillas, como un legionario romano

Un servidor trabaja de entrenador de fútbol sala en un equipo femenino de Barcelona, cosa que quiere decir entrenar a horas intempestivas. Encontrar polideportivos municipales en la ciudad a unas horas decentes es más difícil que hacer obras en el metro de Roma y no tropezarse con un vestigio del imperio escondido diez metros bajo tierra, por eso mi equipo entrena en un pabellón donde Cristo perdió la alpargata a las diez de la noche. Como no llego a casa hasta casi las doce menos cuarto, desde hace dos años ceno antes de entrenar, sobre las ocho y media, como hacía mi bisabuelo que trabajaba de masovero. Curiosamente ceno lo mismo que cenaba él: farinetes. En su caso, como era de La Jana (País Valencià) y había emigrado al Penedès, él las comía de guijas y garbanzos, con un manojo de xixorrites, como se hace en la zona de los Puertos y el Maestrazgo. Yo me he acostumbrado a hacerlas como me las hacía mi abuela de pequeño, pero las hiervo con caldo en vez de agua, y tiro corruscos de pan. Siempre que llego al entrenamiento, digo bien orgulloso a mis jugadoras que yo ya he cenado y que estoy lleno de energía para afrontar los noventa minutos que nos esperan, cosa que hace gracia a las chicas porque se piensan que ceno papillas Puleva. Lo que ni ellas ni yo sabíamos es que mi cena es idéntica a la que comían los legionarios romanos de hace dos mil años. En su caso, sin embargo, de las papillas decían puls y eran unas sopas de avena, cereales o legumbres hervidas con agua o leche, como unas papillas de gachas de aquellas tan buenas que hacen en la Vall de Bianya.

Gladiator
Un gladiador romano al azar que comía puls para cenar, única semejanza|semblanza que mantiene con el autor de este artículo.

Comer puls para cenar no era solo propio de los soldados, sino de toda la población romana en general, especialmente durante la etapa de la república romana. De aquel plato y aquel nombre derivaron, tan gastronómica como etimológicamente hablando, el puchero castellano, el porridge inglés y sobre todo la polenta italiana que todavía hoy es una manjar exquisito en el norte de la península. Cenar un plato de puls actualizado al presente no es la única cosa que nos religa con la antigua Roma, sin embargo, sino que resulta que los romanos sin recursos también desayunaban aquello que la mayoría de nosotros hemos desayunado toda la vida: leche con copos de avena, es decir, Kellogg's avant lettre. El desayuno en aquellos tiempos se llamaba ientaculum y quien podía permitírselo añadía tostadas planas y redondas de harina de trigo con aceite y sal, huevos, miel y queso. A partir del siglo I d.C., el pan horneado de trigo o espelta fue substuyendo aquellas tostadas primigenias, acompañando el desayuno de los patricios en aquellos tiempos también con uva, galletas o vino, más o menos como si cada día se comieran un desayuno de bufete libre de hotel de aquellos que te deja harto como un barril. También los romanos quedaban bien llenos, por eso la comida era casi testimonial, se llamaba prandium y consistía en picar alguna cosa de la cena del día anterior. Los pobres cenaban puls, pero los más ricos acompañaban las papillas con queso, olivas y ocasionalmente carne o pescado. Con la caída de la monarquía y el inicio del imperio, en el siglo II a.C., sin embargo, la cena dejó de ser tan escueta para pasar a ser la gran comida del día, consistente en varios platos y elaboraciones cada vez más sofisticadas.

La invención del entrante, el plato principal y los postres

Cuando empecé Filología Catalana en la UAB, en primero de carrera la asignatura de Lingüística la hacíamos en común con los estudiantes de las otras filologías. En el grupo I estábamos los de Catalana, Hispánica, Francesa y Clásica, mientras que la clase del grupo II estaba ocupada 100% por|para los de Filología Inglesa, que siempre están más en todas partes. El grupo I, pues, era una clase de cien personas con quillos que leen Gil de Biedma en el metro, gente con boina que ama la nouvelle vague, carlistas de comarca con un póster de Terra Lliure en la habitación de casa y la curiosa tribu urbana de los estudiantes de clásicas, a medio camino entre heavys peludos con predilección por el emperador Augusto y jugadores compulsivos de Age of Empires con ganas de reconquistar Germania de nuevo. Un día, recuerdo que uno de estos estudiantes dijo una cosa que me ha quedado grabada: "todos aquí hablamos latín, sencillamente que unos estudiamos el latín clásico y los otros estudiáis la filología del latín moderno que habéis escogido". De todos es sabido que el catalán, el castellano, el francés o cualquier lengua románica es la evolución moderna del latín que se hablaba en Roma hace veinte siglos, por lo tanto también es bien lógico que muchos de los platos que hoy se coman en la cuenca del Mediterráneo sean la misma evolución, en este caso gastronómica, de lo que los romanos comían entonces.

Mediterranean diet in Agrigento Sicily breakfast
Un desayuno mediterráneo según los cánones sicilianos, muy parecidos a los romanos.

La primera gran modernización de la gastronomía romana llega a partir del siglo II a.C. y se extiende, sobre todo, a lo largo de los siglos I y II d.C., después de que los romanos, por pura imitación, empiecen a implementar técnicas, costumbres y elaboraciones de sus vecinos griegos. En este contexto, por ejemplo, se escribe el libro De re coquinaria, considerado el libro de cocina más antiguo de todos los tiempos y escrito en latín alrededor de la segunda centuria de nuestro milenio. Por aquellos tiempos, en pleno imperio romano, ya todas las cenas se han sofisticado lo suficiente como para tener una nueva estructura diferente de la de la etapa republicana: tres fases, consistentes en un entrante, un plato principal y unos postres, que en aquella época se denominaban gustatio, primae mensae y secundae mensae, y que igual que en todos los menús de bar de barrio hoy, no incluían el café. En su caso, porque todavía nadie lo bebía. En el nuestro, porque así los restaurantes ganan un euro y medio más obligándote a escoger entre un homenaje dulce como el flan de la casa o la cafeína. Lo que sí que bebían era vino, claro está: mezclado con miel en los entrantes, que eran una especie de aperitivo, y vino más convencional por|para el plato principal.

Meme aceite imperio romano
Las dos Europas: la de la mantequilla y la civilizada.

De hecho, la atención por el cultivo y el consumo de vino es seguramente una de las herencias más importantes que todavía hoy conservamos de aquella época, junto con el cultivo del olivo. A menudo corre por Twitter aquel meme en que sale el mapa de Europa dividido en los países donde cocinan con mantequilla y los países donde cocinan con aceite. En la parte de arriba, más o menos de la península Itálica y el mediodía francés al norte, aparece un personaje caucásico con cara de infeliz; en la de abajo, un hombre latino con corona de laurel y una seductora barba, ya que es mediterráneo y no entiende la vida sin la felicidad, o sea, las olivas, el vino, la uva, los guisantes, los garbanzos, los ajos, las acelgas o el pan que los romanos contribuyeron a expandir por todo el sur de Europa, empezando a crear así el mito de la dieta mediterránea que después las influencias islámicas primero, y de otros continentes más tarde, contribuyeron a arreciar en aquello que hoy es patrimonio inmaterial de la UNESCO. Lo que hoy comemos viene de mucho antes de los romanos, pues, y también tiene cosas de mucho tiempo después del fin de su civilización, pero inevitablemente sin ellos nuestra gastronomía hoy no sería lo que es, por eso se hace difícil no confesar que TikTok tiene razón: no solo pensamos cada día en la antigua Roma, sino que más que pensar, poco o mucho vivimos diariamente, cada vez que comemos, haciendo un pequeño homenaje póstumo a su viejo imperio.