Hay un fantasma que recorre Catalunya: el fantasma de los asesinos de canelones. Te lo puede parecer, pero no bromeo. Al contrario, hablo de una cosa muy seria, ya que los canelones son uno de los cimientos contemporáneos de la cultura catalana y poco a poco se están perdiendo. Si los medios de comunicación no hablan de ello es, sencillamente, para no crear alarmismo social, pero sólo hace falta pasearse por algunos restaurantes del país y comprobarlo de primera mano: el plato de canelones, en plural, está dejando paso al plato de canelón. O "canelón XL", que es el eufemismo que se han inventado para escondernos que a cada colada perdemos una sábana.

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Un plato de canelón XL de rape y gambas, solitario y triste como un pez fuera del àigua. (Roberto Lázaro)

¿Hay nada más triste que un plato con un canelón? Hablo de tristeza porque comer sólo uno, cuando menos en mi casa, siempre ha sido sinónimo de alguna cosa negativa. Mi abuela misma, sin ir más lejos, lo primero que me preguntaba si le decía que me pusiera un canelón era si estaba enfermo o si no me encontraba bien. Es el mundo quien ha enfermado, sin embargo, ya que incluso el mismo plato en sí tiene alguna cosa de siamés, con los canelones enganchados el uno con el otro con la fuerza de dos amantes furtivos y la siempre difícil tarea de separarlos correctamente. Servir sólo uno, pues, es un acto antinatural y que puede llegar a entenderse –pero no comprenderse- en restaurantes creativos o de cocina de vanguardia, pero ver escrito "canelón XL de foie y boletus" en cartas de masías tradicionales que tienen fotos del propietario con Pere Tàpies o Hristo Stoichkov colgadas en la pared roza la broma de mal gusto.

Servirse un solo canelón es sinónimo de tristeza, incluso provocando que en la mesa alguien te pregunte si estás enfermo

Los canelones, en plural y servidos en una de aquellas cazoletas que queman como las calderas de Pere Botero, son más que un plato por el mismo motivo que el Copito de Nieve era más que un gorila y Messi era más que un jugador. Los tres, si te fijas, tienen en común lo mismo: no nacieron aquí, pero consiguieron ser alguien en el mundo desde aquí, robándonos el corazón eternamente y cambiando para siempre la vida de los catalanes. Ya hace años que ir al Zoo y no encontrarse al gorila albino es deprimente, ya hace meses que ver jugar al Barça sin el crack argentino da ganas de escribir elegías en verso con la fuerza de un poeta romántico después de un desamor, pero imaginarse un día en el que por Sant Esteve en los hogares catalanes se coma un solo canelón es apocalíptico. Casi tanto como figurarse un país sin la inmersión lingüística blindada, sin programación juvenil en catalán en TV3 y sin un Parlamento con soberanía propia.

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Canelones de gallo del Penedès del restaurante El cigró d'or, de Oriol Llavina, posiblemente los mejores canelones de Catalunya. (La Fatxenda)

Por desgracia, el futuro que tanto temíamos ya está aquí y ya hace tiempo que lo sufrimos en forma de presente, por eso si ha llegado la hora de afirmar sin tabúes que el Procés ha cambiado de pantalla, que el futuro del catalán cuelga de un hilo y que sí, asumámoslo, los canelones están en peligro de extinción. No sé de quién es la culpa ni cuál es el motivo de fondo, pero que cada día sea más común ir a restaurantes normales donde se ofrece un canelón deja regusto de involución en la boca. No, no es suficiente con que esté rellenado de alguna cosa supersónica o que tenga una presentación que haría decir "brutal!" a Marc Ribas: nunca dejará de ser un triste canelón y nunca dejará de transmitir cierto aroma de soledad suprema, ya que no todo el mundo es Carme Ruscalleda y no todo el mundo sabe jugar bien al juego de "voy a intentar hacer el mítico Canelón al revés del Sant Pau sin hacer el tonto".

Contra eso, no queda más remedio que seguir cuidando y yendo a los restaurantes que tienen canelones, en plural, pero no sólo para comer de manera gastronómica, sino para hacerlo de forma casi eucarística, con la esperanza y la fe de quien entra a misa el domingo, ya que un plato con un canelón quizás no es ningún pecado, pero sí que es un plato mutilado. Un plato que añora alguna cosa y donde pesa más la ausencia que la presencia. Un plato decapitado, débil e incompleto, en definitiva, que desgraciadamente explica el país que tenemos: salvarlo, por suerte, depende únicamente de nosotros.