Tal día como hoy del año 1805, hace 219 años, en Madrid, el rey Carlos IV (el quinto Borbón en el trono español), a propuesta de su ministro plenipotenciario Manuel Godoy, firmaba una Real Cédula, que en su título preliminar decía "por la qual se prohiben absolutament en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las Fiestas de Toros y Novillos de muerte, con lo demás que se expresa". Las corridas de toros con resultado de muerte se habían popularizado desde que, a principios del siglo XVI, los elementos de la nobleza hispánica (sobre todo la valenciana y la andaluza) habían empezado a imponer esta brutal práctica.

En el momento en el que Carlos IV publicó ese decreto, las corridas de toros ya se habían convertido en el principal espectáculo en buena parte de los dominios borbónicos españoles, desplazando del liderazgo de las preferencias populares a los autos de fe inquisitoriales. En Catalunya y en el País Valencià, el espectáculo de masas mayoritario era, todavía, la pelota (una especie de tenis con las manos), pero los toros (con o sin resultado de muerte) y los correbous (sin resultado de muerte) tenían cierta aceptación en algunas ciudades y comarcas del país. Sin embargo, no había ni plazas fijas (eran instalaciones efímeras), ni toreros autóctonos.

Esa prohibición se decretó en el contexto de lucha entre Carlos IV y sus ministros ilustrados, por una parte, y la reaccionaría aristocracia terrateniente castellano-andaluza, por la otra. El gobierno no decretó esa prohibición como una medida de protección de los toros, sino por cálculo político. Carlos IV y sus ministros eran conscientes de que en Castilla y Andalucía, las corridas de toros eran un elemento que unía a dos clases sociales con unos intereses tan alejados como los latifundistas (de ideología reaccionaría) y los jornaleros (susceptibles de inclinarse hacia ese liberalismo primigenio de los ilustrados), y decidieron acabar con dicha práctica.

Esa prohibición no sería respetada y se seguirían celebrando corridas de toros, de forma más o menos clandestina, hasta que Fernando, el primogénito de Carlos IV, lideró el golpe de estado que destronó a su padre (secundado por los elementos más reaccionarios de la corte), fue proclamar rey con el nombre de Fernando VII (18 de marzo de 1808) y derogó el decreto. Poco después (6 de mayo de 1808), Fernando VII se vendía la Corona española a Napoleó Bonaparte, emperador de los franceses, que situó a su hermano José en el trono de Madrid. José I derogó la Inquisición; pero, en cambio, no restauró la prohibición de los toros.