La reaparición mediática de Jordi Pujol en una larga entrevista radiofónica con Josep Cuní no solo supone que el president de Catalunya entre 1980 y 2003 ha salido del ostracismo en el que voluntariamente se había ubicado tras su confesión de julio de 2014. Es el paso más decidido que ha dado, cuando se cumplirán ocho años de su viaje a los infiernos, para rehabilitarse ante su propia gente, aquella que conformaba el llamado pujolismo y que le dio seis victorias electorales, tres de ellas por mayoría absoluta. Para los que nos gusta este oficio y la política, Pujol y Cuní ofrecieron un espectáculo único y seguramente irrepetible, utilizando como excusa que el conocido radiofonista deja la franja matinal de la radio en catalán después de muchos años en antena, también en televisión.

Como un político que controla los tiempos, el momento escogido para esta reaparición pública, que culmina una serie de discretas o no tan discretas presencias en actos de diferente formato, no ha sido casual: justo cuando se está pudiendo demostrar, con papeles y con audios, que la campaña de las cloacas del Estado contra Jordi Pujol no era una mera sospecha, sino que se utilizaron recursos ingentes de dinero, el gobierno del PP con implicación del ministro del Interior, la policía patriótica, la justicia y la prensa patriótica para tratar de aniquilarlo al precio que fuera. ¿Con qué motivo? Con la idea equivocada que el movimiento independentista se desmoronaría si se acababa con la figura del expresident. Luego se demostró que, en eso, también erró el Estado y que la influencia de Pujol en lo que sucedió en Catalunya entre 2012 y 2017 era bastante menor, ya que los actores políticos habían cambiado.

Pujol dijo muchas cosas y, lo que es más importante, ofreció muchas caras al oyente y, en general, en casi todas ellas salió victorioso, ya que atinó en el análisis del momento que vive Catalunya"el país está triste, hay confusión y políticamente no acabamos de funcionar"—; se defendió de las acusaciones de corrupción —"yo no soy un corrupto, que me diga el fiscal general del Estado en qué caso he sido corrupto"—; fue generoso con los que hoy comandan el barco de la Generalitat —"no quiero ser crítico con nadie, si las cosas no se han hecho suficientemente bien es culpa de todo el mundo"—; demostró su profundo conocimiento de lo que supone enfrentarse a España —"España tiene una actitud muy negativa y con eso tenemos que contar siempre"—; se mostró esperanzado en el futuro —"el país está vivo y la economía está mejor que antes"—; hizo partícipe a los oyentes de su situación personal —"yo vivo instalado en el dolor"— y reivindicó su legado político en varios pasajes de la entrevista.

El expresident no habrá despertado ni afecto ni comprensión en los antipujolistas que, al revés, habrán visto toda la entrevista como un acto para blanquear la figura de Jordi Pujol, en expresión del diputado Gabriel Rufián cuando censuró el pasado mes de febrero la presencia de Pujol en un acto de la conselleria de Exteriors en la Universitat de Barcelona. En contraste, por ejemplo, con el retorno a la Casa dels Canonges hace unas semanas invitado a almorzar por el president Pere Aragonès o las visitas de Oriol Junqueras a su despacho de la calle Calàbria, justo en la otra punta de la calle donde Esquerra tiene su sede central. 

Con todos sus achaques y sus 92 años cumplidos —"no me extrañaría que aún viviera cinco o seis años más"— demostró una insólita buena forma y un dominio de la escena acorde con su biografía política. Estuvo reiterativo en más de una ocasión, como corresponde a la edad, una circunstancia que compensó, pese a que lo negaba, con una memoria importante y selectiva. Algo que siempre ha practicado. Resumiendo, una parte importante de la gente que el 24 de julio de 2014 se sintió defraudada —no los que ya estaban defraudados de antes— sienten hoy una proximidad hacia él que hasta este jueves habían perdido. Eso se llama rehabilitación.