El president Carles Puigdemont no únicamente ha sentado las bases de una futura negociación de la investidura de Pedro Sánchez, sino que ha hecho algo mucho más importante: ser transparente como pocas veces se acostumbra a ser actualmente en la política, situar el listón al límite de lo imposible para el PSOE aunque sin traspasar la línea roja de no retorno y traspasarle la pelota que retenía desde la noche del pasado 23 de julio al presidente del gobierno español en funciones para que decida si está dispuesto a jugar el partido —como le reclama abiertamente Sumar— o, por el contrario, no se ve capaz y convoca nuevas elecciones en España para el próximo 14 de enero. Las reglas de la partida ya están meridianamente claras para los que desde dentro mismo del PSOE van a jugar a dinamitar cualquier acuerdo, capitaneados por Felipe González, que ha reaparecido tras su derrota en las pasadas elecciones en las que, en su ansia de atacar a Sánchez, casi parecía un avalador de Feijóo.

La reacción de la muy importante derecha mediática, política, judicial, económica y financiera con sede en la capital española pretende provocar nuevas elecciones y ahogar cualquier posibilidad de acuerdo. De hecho, ya ha empezado a moverse con fuerza tras la reunión en Bruselas, en la sede del Parlamento Europeo, entre Puigdemont y la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, hablando directamente de traición y calificando a Sánchez de suicida y de cambiar votos por inmunidad del president al exilio. Que nadie se engañe: todo valdrá, como ha valido hasta la fecha, para que la derecha vaya abiertamente a por él y lo único que está por ver es si los socialistas tienen el cuajo suficiente para aguantar la batalla que tienen por delante —más en Madrid que en España— o, simplemente, no comparecen como han hecho en otras ocasiones. La izquierda, con muchos menos apoyos mediáticos, económicos y financieros y nulos en el campo judicial, excepto en el Tribunal Constitucional, deberá cerrar filas como nunca lo ha hecho hasta ahora, si quiere aguantar la batalla del relato capitalino, y frente al acorazado mediático rival y el huracán que van a desplegar sus rivales, solo va a contar con unos pocos peones como el debilitado grupo Prisa o elDiario.es.

Hay algunos indicios, quizás pequeños hasta la fecha, que permiten pensar que, por ahora, sí hay partido. Obviamente, nadie puede pensar que Díaz viajó a Waterloo por su cuenta y en el último minuto. La entrevista del lunes se fraguó con muchas semanas de antelación, Jaume Asens ha hablado de un mes y sabe perfectamente de lo que habla, y la Moncloa estaba perfectamente al caso de la cita en la recta final del mes de agosto. Los términos del formato estaban previamente acordados —paseo por los pasillos del Europarlamento, sala de reunión, asistentes— y perfectamente cuidados, no como se ha dicho desde alguna lectura bastante miserable para que Puigdemont tuviera unos minutos de protagonismo, sino para asegurarse el reconocimiento de la legitimidad de la figura de president en el exilio.

La negociación que plantea Puigdemont tiene dos grandes inconvenientes: el fondo de la misma y la premura del tiempo. Como condiciones previas a la negociación, plantea el reconocimiento de la legitimidad democrática del independentismo, la amnistía, el abandono permanente de la vía judicial y la creación de un mecanismo de control y verificación de los acuerdos. De estos tres puntos, el segundo requiere tiempo y el tercero es todo un trágala para los socialistas. Respecto a la amnistía, si tiramos hacia atrás los plazos para su aprobación antes de la investidura de Sánchez, querría decir que la entrada de la proposición de ley en el Congreso solo podría demorarse unas pocas semanas. El tema del verificador de los acuerdos es toda una espada de Damocles sobre el futuro gobierno y es normal que Puigdemont lo exija como condición sine qua non por la experiencia acumulada y, por lo mismo, que el PSOE trate hasta el final de esquivarlo.

Si proyectamos la mirada un poco hacia el futuro, si hay acuerdo en estos puntos, la legislatura de Sánchez quedará asegurada y la voluntad de Puigdemont es de que dure cuatro años y se puedan calendarizar en este tiempo todos los acuerdos que se puedan alcanzar. Sánchez, por su parte, no se lanzará a realizar estas concesiones previas sin tener garantizada la investidura porque su situación electoral sería entonces de una enorme debilidad. De la misma manera, la propuesta de Puigdemont de un acuerdo o compromiso histórico, que solemniza al afirmar que ningún gobierno español ha sido capaz de hacer desde la caída de Barcelona en 1714 y el decreto de Nueva Planta que abolió las instituciones catalanas, con un cierto lenguaje histórico pujolista, no puede acabar siendo un remiendo que mantenga cronificado el conflicto. Aquí entraría el derecho a ser un Estado independiente, ya que no existe una receta autonómica para resolver los problemas de Catalunya.

Si no es así, Puigdemont ya dejó claro en su conferencia que el único camino que quedaría entonces es la repetición electoral. Y que, por el inmovilismo socialista, se acabe tirando una moneda al aire que dé una segunda oportunidad a la derecha tras su fracaso el pasado 23 de julio. La partida ya tiene normas y reglamento. Ahora veremos cómo evoluciona y si los jugadores están a la altura.