La decisión de Jordi Cuixart de abandonar la presidencia de Òmnium Cultural, que tanta sorpresa ha causado este viernes, supone, en primer lugar, que el activista más internacional del movimiento independentista catalán se sitúe en cabeza de la renovación de los liderazgos que había en Catalunya en partidos y entidades independentistas cuando el referéndum del 1 de octubre y que él había pedido públicamente de una manera insistente. Cuixart ha hecho una cosa muy poco habitual en la vida pública: decir una cosa y hacer lo que se dice. Es indiscutible que hubiera podido continuar en el cargo que asumió en diciembre de 2015, en ejercicio del cual entró en la prisión de Soto del Real en octubre de 2017 y cuyas celdas no dejaría atrás hasta junio de 2021, cuando un indulto parcial del gobierno español, sin duda presionado por Europa, permitió la salida de la cárcel de los nueve presos políticos.

De los poco más de seis años de presidencia, Cuixart habrá pasado más de la mitad entre rejas, privado de libertad. Además, con una actitud indómita y que tan nervioso puso al Tribunal Supremo durante su juicio con aquel Ho tornarem a fer, que rápidamente pasó a ser consigna de las reivindicaciones del mundo independentista. El presidente de Òmnium, por tanto, podía perfectamente haber parado el reloj del tiempo y alargar su presidencia hasta que hubiera querido ya que la satisfacción entre los socios de la entidad es muy alta. Y su crecimiento hasta acercarse a los 200.000 afiliados, de los escasos 50.000 que tenía cuando fue designado para el cargo el que acabaría siendo president de la Generalitat, Quim Torra, la han situado como una entidad privada con autonomía de todo tipo, también financiera, más que suficiente para tomar sus propias decisiones.

Con Cuixart se va Marcel Mauri, su fiel lugarteniente, que ha ocupado, con nota muy alta, la difícil responsabilidad de desempeñar el cargo cuando el presidente de la entidad ingresó en prisión. Porque es muy bestia recordar que Cuixart, igual que Jordi Sànchez, ingresaron primero en prisión y, más tarde, fueron condenados por el Tribunal Supremo a nueve años de cárcel. Nueve años por encabezar un acto pacífico y cívico de protesta frente a la conselleria d'Economia, en el que ambos emplearon su atoridad moral para que la gente volviera a sus casas y que les deparó una condena que, a buen seguro, porque no puede ser de otra manera, Europa rechazará algún día. Pero el escarmiento y el miedo que se buscaba trasladar para detener el movimiento independentista necesitaba de una acción ejemplarizante como la prisión y la condena de los presidentes de Òmnium y de la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC). Por eso no ha sido extraño que durante los años de prisión de Cuixart, una ola de denuncia internacional de premios Nobel de la paz y otras personalidades reclamaran insistentemente su libertad.

Cuixart se aparta en un momento dulce para él, en pleno auge de su popularidad y con una imagen de símbolo indiscutible del movimiento soberanista y líder transversal, capaz de aunar y de sintetizar mejor que ningún otro las demandas cruzadas entre las diferentes sensibilidades del independentismo. Lo hace, además, en un momento de un cierto impasse en que se confunde la inacción con la ausencia de estrategia. Pero este momento pasará y un nuevo liderazgo deberá afrontar, más pronto que tarde, una nueva hoja de ruta compartida entre partidos y entidades. Ese momento, Cuixart lo quiere vivir desde el activismo que siempre ha practicado y habiendo hecho Òmnium los deberes. De ahí su anuncio de este viernes y la sacudida, consciente y decidida, que le ha pegado al tablero.