En el cristianismo existen los diez mandamientos, también la historia cuenta que los judíos ofendieron diez veces a Dios en el desierto, los budistas hablan de sus diez puntos de perfección, y desde el 11 de junio del 2017 el deporte ya puede contar historias de los diez de Rafa Nadal.

Los diez de Nadal son los títulos conseguidos en el torneo más grande sobre superficie de tierra, Roland Garros. Algo único. Historia viva en el tenis, escrita por un deportista que no solo despierta admiración por su extraordinario juego, sino también por su humildad, algo que ha contribuido decisivamente en su espíritu de superación para levantarse de tantas lesiones y para decir “no” a los que muchas veces lo habían enterrado.

Una lección exquisita

Nadal levantó por primera vez la copa de los mosqueteros en el 2005 y la ha vuelto a conquistar tras dos años sin hacerlo. Su décima copa dirá que la ganó besando la perfección, que venció abrazándose al que es quizás el mejor momento de su carrera.

Buscaba el manacorí algo insuperable y lo hizo con una exhibición tremenda, una lección exquisita de tenis ante un Stan Wawrinka, un rival potente, pero que en la final no tuvo opción alguna de inquietar a un Nadal tan inmenso como monumental, tan eterno como ilimitado.

En la final, Nadal pareció ese trabajador que acude a su oficina cada día con la cara de domingo porque le gusta su profesión. En la pista fue un tenista que se divertía, mientras Wawrinka tenía cara de tragedia, tanto, que ya a mitad del segundo set y después de cambiar de raqueta no soportó el castigo y la rompió, producto de la desesperación.

Fue una exhibición sin fisuras, perfecta, ideal para frustrar a cualquier adversario, y a este no le regaló nada. Ni un centímetro de esa pista que para Nadal es su patio, donde no parece humano, sino más bien un marciano. Brutal.

Un tirachinas

La bola de Nadal en esta final botaba al otro lado de la pista como un tirachinas. Camino de convertirse en la leyenda más grande del tenis sobre tierra, la bola de Nadal parecía cantar, mientras que la de Wawrinka lloraba.

Con el saque, con el resto, con la derecha, con el revés cruzado, con el revés paralelo, en la red, en el fondo, con golpes cortos, con tiros largos y profundos. Atacando o defendiendo. Wawrinka se arrastraba por la pista. No podía con el monstruo, con la fiera que campaba por la central de Roland Garros como si jugara, en el sentido más infantil de la palabra.

Merecedor de una estatua

Nadal volvió a lanzarse a esa tierra rojiza tras ver como el último golpe de Wawrinka se quedaba en la red. "Monsieur", lo llamaran los franceses. “Bravo Nadal” se podía leer en la pancarta que levantó la grada central, que la misma organización había preparado para celebrar sus diez títulos. Rafa lloró de emoción. Tardará mucho tiempo en verse a otro grande como él, otro que gane diez torneos de Montecarlo, diez en Barcelona y, especialmente, diez en Roland Garros.

Los franceses, rendidos a la proeza de Nadal, ya han anunciado que le levantaran un monumento en las instalaciones de Roland Garros, algo que era exclusivo de los legendarios mosqueteros Jean Borotra, René Lacoste, Henri Cochet y Jacques Brugnon.