Tío Vania es una de las obras primordiales de la literatura dramática del s. XIX. Escrita por el ruso Anton Chéjov y estrenada en 1900 bajo la dirección de Konstantín Stanislavski. Ciento veintiun años después podemos verla en el Teatre Lliure en un montaje firmado por el director lituano Oskaras Korsunovas. En coproducción con Temporada Alta fue el espectáculo inaugural de este año.
La acción nos sitúa en una hacienda de la Rusia de la época donde sus habitantes sobreviven con mucho trabajo y esfuerzos. Pero la llegada del propietario, el profesor Serebriakov y su joven y bonita esposa, cambiará la rutina de sus inquilinos. Vania, responsable de la finca, se enamora de lelena Andreievana; la joven esposa. Y Sonia, hija del profesor y de su primera difunta mujer, hermana de Vania, da alas a su amor hacia un doctor que los visita regularmente. El cual también se ha enamorado de la bonita Ielena. Un argumento que fácilmente podría ser una comedia, no por nada Chéjov definía con este género esta obra, pero que con su pluma consigue llegar a las cavernas más íntimas del ser humano y la existencia.
Una mezcla de tradición y modernidad
Desde las escaleras que dan acceso a la platea del Favià Puigserver ya puede escucharse el canto de unos pájaros que evocan un mundo rural. En el escenario presenciamos el exterior de una vivienda. Está formado por una estructura de puertas correderas y traslúcidas que separan el interior de una casa del jardín o de un campo abierto donde somos el público. Unas puertas que se abrirán y se cerrarán según haga falta en la acción. Por encima están limitadas por una pantalla ancha donde se proyectarán desde imágenes evocadoras hasta primeros planos de los personajes. En cada uno de los extremos del escenario un árbol yermo o seco por el calor del verano o del descuido de no ser regado.
El espectador es testigo y parte activa de la historia gracias a un distanciamiento que puede llegar a incomodar
Oskaras Korsunovas descontextualiza la acción mezclando tradición y modernidad. En el mobiliario de la escenografía tiene cabida desde una estantería metálica a un escaparate del siglo pasado o materiales que van del policarbonato a la madera. Pero no os preocupéis porque no falta el típico samovar y el vodka que contrapone con un porrón de nuestra casa. Contrastes como el de un piano y una guitarra eléctrica que se funden en una ecléctica banda sonora. Porque aquí no es tan importante el cuándo ni el cómo sino el qué. La historia se nos relata con una claridad tan comprensible y precisa que incluso a veces se excede con el uso de ciertos recursos didácticos.
Los personajes rompen la cuarta pared y se explican al público sin filtros. De hecho, el espectador es testigo y parte activa de la historia gracias a un distanciamiento brechtiano que puede llegar a incomodar. Un efecto que consigue también con la escenografía. Según donde te sientes, las puertas traslúcidas de los laterales no te permitirán una visión total de qué pasa en escena. Pero quizás no hace falta. Porque en ningún caso nadie podrá decir que no entiende los personajes, sus motivaciones y sus reacciones. Y esta disección es la que ha permitido que las actrices y los actores brillen en sus interpretaciones. Hay momentos espectaculares individuales, pero sobre todo hay un continuo sostenido por toda la compañía que hace grande el espectáculo. Ivan Benet, Kaspar Binderman, Raquel Ferri, Anna Güell, Julio Manrique, Lluís Marco, Carme Sansa y Júlia Truyol son el elenco de este arriesgado casting.
Tío Vania habla de las decepciones con las cuales la vida parece reírse de cada uno de nosotros. En el caso del protagonista coincide con el ocaso de una vida llena de esfuerzos sin reconocimiento. Una mirada atrás donde se pregunta qué dejará a la posteridad. Y aquí se avista una respuesta ecológica que la dramaturgia del montaje potencia: la naturaleza es nuestra mejor herencia. Ella es la única que trascenderá si ponemos freno a la capacidad destructiva del hombre en esta comedia sin mucho sentido. Al acabar la obra merecidos aplausos, nos levantamos de las butacas y nos marchamos a casa. En unos años seguro que volvemos al teatro a ver un nuevo montaje de Tío Vania dirigido por otro gran director internacional o de provincias. Y otra vez volveremos a constatar la futilidad de la existencia humana y volveremos a aplaudirla y... ¿qué tenemos que hacer? Vender la casa e ir de alquiler.