En Fantasmas del tsunami, Richard Lloyd Parry ofrece la evocación sobrenatural y puntillista de una región remota del nordeste de Japón devastada por la catástrofe de 2011. Los personajes de esta crónica luchan por reencontrar el orden en un mundo de ausencias, para hacer justicia en un mundo hostil al litigio, para acomodar una vida arrebatada. El tsunami feroz del 2011 mató a 18.500 personas pero sus consecuencias engulleron millones de vidas. Lloyd Parry busca esas vidas perdidas fuera de la central nuclear de Fukushima y encuentra en la desembocadura del río Kitakami la escuela primaria de Okawa, la única del Japón donde murió alguien: 74 de los 78 estudiantes y diez maestros. La desidia humana se sumó a las fuerzas de la naturaleza.

La crónica arranca aquí y se adentra por repliegues del alma japonesa que ni imaginábamos. El lampista de uno de los pueblos afectados empieza a saltar a cuatro patas como un perro y ladra: "Tienes que morir. Todo el mundo tiene que morir". Una madre conversa cada día con su hija desaparecida. Un funcionario sobrevive dos horas agarrado a una puerta mientras el agua lo lleva arriba y abajo. Una enfermera encantadora habla con la voz de un viejo marinero irascible. Un grupo de padres desafía las milenarias convenciones sociales de Japón y demanda a los responsables de la escuela por negligencia —y ganan. Fantasmas y gente de carne y hueso son los protagonistas de la no ficción de Lloyd Parry, veterano delegado en Tokio de The Times de Londres. Fantasmas del tsunami expone el drama más allá de las consecuencias políticas y financieras y los daños y pérdidas cubiertos por el mainstream periodístico. En esta conversación, editada para hacerla más breve y comprensible, Richard Lloyd Parry explica cómo escribió esta crónica conmovedora que publica la editorial La Segona Perifèria en la traducción a la lengua catalana de Anna Llisterri.

Fukushima fue un desastre que podía evitarse, la consecuencia de malas decisiones tomadas por gobiernos y empresas

Eliges la escuela primaria de Okawa en lugar de la central nuclear de Fukushima para explicar el tsunami del 2011 en Japón.
Cubrí esos dos desastres como reportero. Fuera de Japón, la gente habla de Fukushima para referirse a todo, el desastre nuclear y el tsunami. En realidad, Fukushima es solo una prefectura [una provincia] del área afectada, que es mucho más amplia. La radiación de Fukushima, hasta ahora, no ha matado a nadie directamente. Indirectamente sí: desde personas mayores obligadas a marcharse de los hospitales y residencias donde los trataban a personas que se suicidaron porque no soportaban la carga de la desgracia. El tsunami, en cambio, mató a 18.500 personas en instantes. Fue mucho más destructivo. El interés en Fukushima se debe a que en nuestros países tenemos centrales nucleares y nos preocupan más que los tsunamis, que hace siglos que no sufrimos. Además, Fukushima fue un desastre que podía evitarse, la consecuencia de malas decisiones tomadas por gobiernos y empresas, la culminación de décadas de una política que presentaba las nucleares como beneficiosas para todos y una energía ciento por ciento segura. Es la mentira que nos han explicado. Así que todo el mundo tiene muchas cosas que decir sobre centrales nucleares. Es una cuestión política.

Pero el hilo conductor del libro es la escuela y no la central nuclear.
Pensé que escribir al respecto era más difícil y quizás más interesante. Cuando llega un tsunami, destroza casas y mata a personas y acaba con sus medios de vida… no hay mucho que discutir. Se puede debatir un poco si la altura del dique era suficiente o si había un plan de evacuación... Pero un tsunami no es un asunto político. Es lo que en inglés llamamos un acto de Dios. En la escuela de Okawa, ese acto de Dios se cruza con errores humanos y políticos. Eso lo hacía interesante. Decidí que dejaría fuera del libro la central nuclear porque es una historia que ya había sido muy explicada.

Decidí que sería mejor identificar historias más pequeñas y las expliqué con todo detalle para que iluminaran la gran historia

¿Tomaste la decisión desde el principio o querías explicarlo todo y descubriste que era imposible?
Desde el principio decidí que dejaría de lado el desastre nuclear y que escribiría una historia sobre el tsunami. Hay otros libros sobre el desastre nuclear, algunos buenos y bastante completos, pero muy pronto fui consciente de que no podía explicar toda la historia. No tenía sentido. Era demasiado. Decidí que sería mejor identificar historias más pequeñas y las expliqué con todo el detalle con la esperanza de que iluminaran la historia mayor, que las historias más pequeñas se convirtieran en una lente para ver la catástrofe más amplia. Tardé más de un año para darme cuenta de que tenía las historias que me daban entrada al conjunto. Tenía la escuela, que había visitado al cabo de seis meses del tsunami, y las historias de los fantasmas. Pensé que con estos dos temas podía explicarlo todo.

La historia de los fantasmas aparece en la London Review of Books años antes del libro. ¿Cómo saltas de esta pieza al libro entero?
Hace 28 años que vivo en Japón. El tsunami es la historia más destacable de las últimas décadas. Pasé mucho tiempo allí arriba [en Tōhoku, la región afectada, en el nordeste de Tokio] informando de la catástrofe para mi diario. Durante un año estuve muchas semanas yendo y viniendo. Como había escrito otros libros de no ficción, muy pronto reconocí que ahí había tenía un libro. Es una de estas historias que las limitaciones de espacio del diario hacen imposible de explicar. Incluso en un reportaje largo. No basta con tres mil palabras, necesitas 80.000. Pensando cómo hacerlo me encontré con que aquellas dos historias daban de sí. Cómo sabía que necesitaría estar mucho tiempo con madres y padres de la escuela, fui a buscarles uno por uno y les dije: Mira, quiero hacer este libro, te agradecería mucho que me ayudaras y para eso tenemos que vernos a menudo y hablar mucho. Unos cuantos dijeron inmediatamente que sí. Yo tenía algunas dudas, porque el material es tan triste... Es lo peor que puedas imaginar: la muerte de niños pequeños. Lo pensé mucho porque libros así siempre tardan años, siempre te llevan más de lo que esperas. Yo pensaba: Tengo que sumergirme en esto tanto tiempo... ¿Realmente quiero hacerlo? Una vez decidido, todo fue más fácil en mi cabeza... No me preocupaban tanto las emociones sino escribir el libro. Acabarlo. Publicarlo. Durante tres o cuatro años regresé con frecuencia [a Tōhoku], normalmente en estancias de tres o cuatro días —está cerca de Tokio— seguidas de un descanso. Después de cuatro días de hacer este tipo de entrevistas, hay que descansar.

Cuando era un corresponsal principiante se me asustaba mucho, me trastornaba. He podido desligarme de todo eso. Poner distancia es parte esencial de mi manera de trabajar

¿Te ha afectado escribir el libro?
Fue muy personal... Al principio, mi familia dejó Tokio durante unos días mientras yo estaba en el norte, aunque yo no compartía el miedo de los expatriados residentes en Tokio por el accidente nuclear. Tenían pánico, no exagero. Al principio no estaba claro que se hubiera controlado y tenían miedo a una cascada de accidentes en otras centrales nucleares.

Quería decir emocionalmente.
He cubierto otros acontecimientos emocionalmente exigentes, como guerras. Para hacerlo bien, hay que adquirir la virtud del desprendimiento. Tienes que preservar tu compasión y empatía para poder hablar con la gente y entenderlos pero sin asumir el dolor y la pérdida de los otros como una carga propia. Puedes volverte loco. Es lo mismo que hacen a los médicos o los trabajadores humanitarios, los especialistas en emergencias, los psicoterapeutas... El periodista tiene un trabajo y hacerlo bien es la mejor manera de ayudar a la gente. Eso... eso implica silenciar tu dolor hasta que esa actitud se vuelve instintiva. Cuando era un joven corresponsal principiante me asustaba mucho, me trastornaba. He podido desligarme de todo eso. Poner distancia es parte esencial de mi manera de trabajar.

¿Ha cambiado tu manera de explicar Japón en el mundo?
Aumentó mi admiración por la sociedad japonesa. No por sus políticos, sino por la comunidad. Los días posteriores al desastre, cuando no llegaba mucha ayuda oficial, era impresionante cómo los pueblos y las comunidades se reagrupaban tierra adentro y todo el mundo se ayudaba, todo el mundo contribuía al bienestar común. No hay mejor lugar que Japón para ver cómo se ayudan unos a otros. Si en Gran Bretaña ocurriera una desgracia como aquella, todo el mundo se quejaría del gobierno. Dirían: ¿Dónde se han metido? ¿Por qué no nos ayudan? Sería terrible.

Era impresionante como pueblos y comunidades se reagrupaban tierra adentro y todos se ayudaban. No hay mejor lugar que Japón para ver cómo se ayudan unos a otros

¿Falló la política?
La política japonesa es irresponsable y disfuncional. La mala política es la causa de este terrible desastre [el accidente en la nuclear de Fukushima] y ninguno de los responsables ha perdido su trabajo, menos todavía han ido a prisión. Solo el primer ministro de la época dimitió al cabo de unos meses y no era culpa suya, pues no fue él quien estableció la política nuclear. Nadie más. Ninguno de los directivos de las compañías eléctricas dimitió ni fue procesado. Todas las encuestas de opinión mostraban que los japoneses no querían más energía nuclear. Quizá en época de crisis climática, la energía nuclear puede ser parte del mix energético. ¡Pero no en Japón! Este país tiembla como un flan unas cuantas veces el año, tiene volcanes... Los residuos de las plantas nucleares se tienen que almacenar durante 10.000 años. ¿Quién puede hacer leyes para lo que pasará dentro de 10.000 años? Estaba claro qué quería la gente, pero los políticos no hicieron caso —y la calle tampoco presionó mucho. Eso es deprimente, este tipo de... ya sabes. Quiero decir que el sistema dispone de todas las piezas necesarias —las elecciones son libres, la prensa es libre, la gente puede votar libremente y en secreto, tienes partidos políticos....— pero no parece una democracia funcional.

Quizás la democracia que Occidente impuso a Japón tras la Segunda Guerra Mundial no acaba de casar con su antiguo sentido comunitario.
Bueno, el sistema no es completamente disfuncional. Tampoco creo que haya alternativa: la democracia es terrible pero es mejor que cualquier otro sistema. Por descontado, cada cultura la adapta a su manera de ser. En Japón, a menudo da la sensación que la política es como un desastre natural del que son víctimas los mismos japoneses. Porque no puedes evitar que los políticos te pasen por encima, que te excluyan, que todo lo que puedes hacer es someterte... Eso no es verdad. Japón es una democracia donde todos votan y todos tienen voz. Pero no sienten que lo sea del todo. Influyen factores culturales: los japoneses no discuten y evitan la confrontación, cosa que también hace que Japón sea un lugar agradable para vivir allí. Es una de las mejores cosas de estar aquí: aunque no gustes a la gente, te tratan siempre bien. Es una hipocresía que puedo aceptar. Por eso los centros de evacuación del tsunami funcionaban como un reloj.

El libro trata también de un grupo de padres de alumnos muertos que sí se enfrentaron al poder.
Desafiaron las normas sociales. Se levantaron, lucharon y, en cierta manera, ganaron. Quiero decir... perdieron a sus hijos, pero ganaron la batalla legal pese a que sufrían mucha presión para no hacerlo. Japón no es país de litigios. Poner una demanda contra alguien o querellarse es una cosa violenta. Es muy inusual, como dar un puñetazo en la cara. Aquellos padres de la escuela de Okawa lo hicieron porque pensaban que era justo.

Para él era completamente natural creer en la existencia de espíritus que podían entrar en su cuerpo y controlarlo. Eso no era religión para él. Era la misma vida

Impresiona que entre los japoneses del libro rechacen la muerte como hecho final y definitivo. La muerte es más bien una etapa en la biografía de una persona.
Este rasgo no lo había entendido antes de esta investigación aunque ya llevaba 16 años en Japón y sentía que conocía la cultura. Estaba acostumbrado a ver en las casas esa pieza llamada butsudan. Es un mini-santuario de tabletas lacadas en negro con los nombres de los antepasados difuntos pintados en oro. Es muy bonito. Los ves en muchas casas. Son muy llamativos. Están en un rincón y, por la mañana, los de la casa se acercan, tocan un gong, hacen una ofrenda de arroz, quizás de sake o un refresco, se inclinan... Eso es lo que se ve desde fuera. Siempre había supuesto que era una tradición pintoresca y no especialmente significativa. Quiero decir, me pareció como en casa de mis padres, que tienen sobre la chimenea fotografías de familiares.

Los antepasados...
Sí. Es un recuerdo... Son como parte del mobiliario ¿verdad? De lo que no me había dado cuenta es que, para muchos japoneses —también para los que no se consideran religiosos—, los antepasados están presentes de una manera muy real. A ver, nunca esperas que la gente que ha perdido a sus hijos los tenga en el butsudan. Si son tus padres, sí, porque así los honras. Pero tener a tus propios hijos en el butsudan es... terrible. Y aquellas madres les hablan. No como nosotros [occidentales] que, cuando sufrimos, quizás tenemos una especie de conversación interior con los seres queridos muertos y tal vez dirigimos algunas palabras al padre o a la madre... En Japón es algo más. Es una comunicación directa. Y me acostumbré. Iba a las casas y, antes que nada, acudías al butsudan, hacías una reverencia y rezabas. Entonces podías oír a la madre hablando a su hija: "Sabes, Mizuho, han venido a hablarme de ti...". No me había dado cuenta de esa presencia. Quiero decir, sabía que las religiones oficiales de Japón son el budismo y el sintoísmo pero ese culto a los antepasados no pertenece a ninguna de ellas. No es el budismo ortodoxo.

...y las posesiones de espíritus.
Es extraordinario. Hablé con un señor —explico la historia en el libro— que era lampista, carpintero… un trabajador normal. Me explicó que había sido poseído por perros y personas, que corría a cuatro patas, gruñendo..., que el sacerdote lo exorcizó y le salieron unos fluidos extraños de la nariz y tras cantar el sutra del corazón, los espíritus se marcharon. Me explicó esta increíble historia con mucho detalle. Le dije: "¿Así que usted es creyente, una persona religiosa?". Y él dice: "Oh, no, no, no. No soy religioso". No iba regularmente al templo, no daba dinero a los monjes budistas y no rezaba en el santuario, que es lo que hacen las personas religiosas. Para él era completamente natural creer en la existencia de espíritus que podían entrar en su cuerpo y controlarlo. Eso no era religión para él. Era la misma vida.