El ritual siempre es el mismo antes de ir a un concierto: ponerse uno de los discos del artista o grupo que vas a ver. Hoy no hay otra opción posible: Dioptria de Pau Riba. La maravillosa liturgia de sacar el vinilo de su funda, colocarlo en el plato, dejar caer la aguja y que empiece a sonar Kithou, convirtiendo lo que había sido una tarde bochornosa en el somni d’una nit d’estiu. Y reafirmando que, aunque hayan pasado 55 años, sigue siendo el mejor disco de la historia del rock catalán. Una criatura retorcidamente hermosa que se alejaba de los cantautores que cantaban al viento y hacían caer estacas, representantes (del todo necesarios) de una lucha (también del todo necesaria) contra el sistema, pero formando parte de otro sistema (el de la capelleta y la cultureta regida por “setze jutges”).

En el fondo nos ha gustado

Dioptria es un viaje lisérgico que, en una Cataluña oscura y reprimida, incitaba al viaje psicodélico en colores con estribillos que podían recordar a figuras como Bob Dylan, The Incredible String Band o incluso The Velvet Underground (los primeros minutos de Ja s’ha mort la besàvia son puro Lou Reed y compañía). Canciones marcadas por una voz imperfecta, a veces burlona, a veces conmovedora, que les daba una personalidad única. Eran el lienzo sonoro perfecto para unas letras jamás antes escuchadas ni cantadas en tierra catalana. Si escuchar Dioptria de Pau Riba en 2025 sigue siendo una experiencia alucinante, hacerlo en 1970, cuando salió el primer volumen del álbum, debía de provocar la misma sensación que toparte con un extraterrestre paseando por las calles de Gurb. Como decía ayer el referente de los periodistas musicales catalanes Jaime Gonzalo en una entrevista, “el talento de Pau Riba era inagotable”. Por eso era tan necesario un homenaje como el que se celebró esta noche en el Teatre Grec de Barcelona: Dioptria, 55. Com un somni d’una nit d’estiu, impulsado por los hijos de Riba y que reunió a muchas de las voces más importantes de nuestra escena musical, tanto de antes (Maria del Mar Bonet u Oriol Tramvia) como de ahora: Roger Mas, David Carabén, El Petit de Cal Eril, Rita Payés i Pol Batlle, Remei de Ca la Fresca o La Ludwig Band.

Si escuchar Dioptria en 2025 sigue siendo una experiencia alucinante, hacerlo en 1970, cuando salió el primer volumen del álbum, debía de provocar la misma sensación que toparte con un extraterrestre paseando por las calles de Gurb

Por la megafonía del teatro sonaba la voz de Jaume Sisa y, en el escenario, Pascal Comelade, con uno de sus pianos de juguete, ponía banda sonora a los versos del cantautor galáctico. Empezaba el sueño, aunque, quizás por la excitación y las expectatives, nos costaría cerrar los ojos. Ciertamente, y lo escribo queriendo no escribirlo, no ha sido una velada memorable. Cuando menos de inicio. La primera media hora, excepto la actuación de Rita Payés i Pol Batlle (una pareja que perfectamente te los puedes imaginar compartiendo comuna en el Tibidabo o Formentera con Pau Riba la década de los años 70 del siglo pasado) haciendo una versión muy destacable del Vostè (tu, tu mateixa), y las apariciones emotivas de Maria del Mar Bonet u Oriol Tramvia, fue algo insulsa y tibia. Un sí pero no, que se contagiaba a un público todavía apagado. La cosa cambió con Remei de Ca la Fresca, que hicieron totalmente suya Ja s’ha mort la besàvia, y despegó definitivamente con la revisión de Cançó 7ª en colors a cargo de Joan Pons (El Petit de Cal Eril) y Mau Boada. Después llegaron La Ludwig Band, que, haciendo de taxistas, nos llevaron hasta el cielo. Son los hijos más guapos e inteligentes de Manel, y los nietos predilectos y aventajados de Pau Riba. No hay ahora mismo banda de rock en nuestro país (ni probablemente en el vecino) a su altura. Fue el prólogo perfecto para uno de los momentos más esperados de la velada: la reunión de todos los hijos (varones, ya que Aina permaneció en la grada) de Pau Riba: Pauet, Caïm, Angelet (qué gran animador), Pròsper y Llull (qué carisma el pequeño de la saga), para revivir juntos la siempre preciosa Noia de porcellana. Era la hora de despedirse, un adiós alargado —como todos los buenos adioses— con Helena, Desenganya’t y Donya Mixeires, ya acompañados por todos los artistas y grupos participantes en el homenaje a Pau Riba, pero también a Memi March, su compañera, fallecida hace apenas tres semanas. “Si mi padre hubiera estado aquí, seguro que habría soltado alguna provocación o queja”, aseguró sonriendo Caïm Riba, que como hijo lo conocía mejor que nadie. “Pero en el fondo, le habría gustado.” Y sí, es cierto, no fue una noche inolvidable, pero en el fondo (y en la forma) nos ha gustado. Aunque solo sea porque es más que necesario que los catalanes recordemos y homenajeemos más a menudo a nuestras figuras, quitándonos de encima esa losa de modestia y del “qué dirán” que arrastramos eternamente Montserrat arriba como la piedra de Sísifo.

La Ludwig Band haciendo de taxistas, nos llevaron hasta el cielo. Son los hijos más guapos e inteligentes de Manel, y los nietos predilectos y aventajados de Pau Rib

El escenario, por cierto, recreaba una noche en el mas de los Riba en Formentera, y estaba presidido por un tarro con unas canicas de vidrio soplado hechas por Pròsper Riba que contenían las cenizas de su padre. Al terminar el concierto y tomando la última con los amigos antes de ir a casa a escribir la crónica, me encontré con Jordi Barbeta. Siempre observador, me preguntó si me había fijado en que las canicas seguían allí, que nadie se las había llevado. “¿Quién se las habrá llevado?”, soltó sin esperar respuesta, antes de pasar rápidamente a quejarse de que tocaron muchas de Dioptria y pocas de Jo, la dona i el gripau, su disco favorito. Mejor así: tal vez el verano que viene volvamos a encontrarnos en el Teatre Grec para celebrar otro álbum de Pau Riba.