La Orquestra Simfònica del Vallès inauguró la trigésima edición del ciclo Simfònics al Palau con el aliciente de comprobar por primera vez la tarea del madrileño (“y madridista”, como él mismo expresó con un catalán más que correcto) Andrés Salado. Para empezar con una buena noticia, además de reafirmar la gran capacidad de convocatoria de la formación vallesana, este programa bastante singular —con la despedida de la vida como tema rector— puso de manifiesto que nos encontramos ante un músico de gran exigencia, gesto muy preciso, alérgico a la floritura complaciente y suficientemente consciente de que su orquesta tiene muchísimo margen de mejora.
Hay que celebrar que la OSV apueste por ponerse las cosas difíciles con un director que tiene ganas de dejar huella
Los melómanos de la tribu, sobre todo en el ámbito orquestal barcelonés, ya llevamos unas cuantas titularidades más que insustanciales en la mochila, con lo cual hay que celebrar que la OSV apueste por ponerse las cosas difíciles con un director que tiene ganas de dejar huella.
Santa paciencia
Para poner un poco de luz en la crepuscularidad de un programa totémico —los Vier letzte Lieder de Strauss y la Patètica de Txaikovski— el concierto empezó animándose con Antrópolis, pieza sinfónica de la compositora mexicana Gabriela Ortiz (1964) que querría evocar los salones de baile del DF. Aunque es más que un mero aperitivo orquestal para ponerse en situación festiva, la obra no pasa de ser una pieza jazzera-autóctona que muestra destreza uniendo diferentes ritmos danzantes (ideal para el excelente timpanismo de Pere Cornudella).Por otra parte, aproximarse a la reflexividad mortuoria del tejido straussiano no es tarea fácil, y Salado dirigió la orquesta con un sentido de la dinámica tímbrica realmente ejemplar, salvo algunas indicaciones de apianar más el sonido que los músicos ignoraron con gran entusiasmo. La soprano canaria Raquel Lojendio, que sustituyó a última hora a la programada Julia Kleiter, no es una voz idónea para cantar Strauss. Aunque interpretar lied orquestal en una acústica tan imperfecta como la del Palau siempre es una patata endemoniada, Lojendio brilló en los pianissimi... pero sufrió en el registro medio y la transición hacia los agudos sonó excesivamente gritada, todo sumado a una dicción alemana bastante mejorable.
Salado dirigió la orquesta con un sentido de la dinámica tímbrica realmente ejemplar, salvo algunas indicaciones de apianar más el sonido que los músicos ignoraron con gran entusiasmo
Pero el reto sinfónico de la tarde era lograr tragarse un Txaikovski que requiere músculo y caricia a la vez. El titular de la OSV no se dejó arrastrar por una partitura delirantemente meliflua, sino que atacó el Adagio-Allegro non troppo sabiendo que la maratón sería larga. Desde este primer movimiento, cualquier oyente pudo notar un nivel muy desigual en la cuerda, con los violines bastante homogéneos (excepto algún ataque desajustado entre primeros y segundos), una sección de violas desafinada y vetusta y unos violonchelos que viajaban a remolque de la batuta. A continuación, la orquesta mejoró en un Allegro con grazia bien danzado, seguido de un Allegro molto vivace con explosiones adecuadamente controladas. Sin embargo, el centro moral de la pieza es su Finale, y ahí fue donde la cuerda mostró especial cansancio y los desajustes (especialmente entre trombones y la tuba) quedaron más expuestos. A los tótems como este hay que acercarse bien desayunado y con la mirada clara.
Si el OSV se lo curra, puede conseguir ser una formación mucho más efectiva y así generar un público más entendido
A Andrés Salado se le acumula trabajo y, aparte de calidad musical, tendrá que impostar autoridad para salir adelante, lo cual también pasa porque si el segundo clarinete toca mejor y con más entusiasmo que el primero (la metáfora no es abstracta) este último tiene que capitular en favor del aspirante. Y así ir haciendo, silla a silla. Si la OSV se lo curra, puede conseguir ser una formación mucho más efectiva y así generar un público más entendido. No fue el caso de la audiencia del Palau, donde a los habituales imbéciles que nos perturban la música con su teléfono ahora se ha añadido los indocumentados que aplauden entre movimientos. Pasarán trescientos años y les tendremos que seguir aguantando, santa paciencia.