Llívia (Principat de Catalunya); 12 de noviembre de 1660. Hace 362 años. Las representaciones diplomáticas de las monarquías hispánica y francesa, presididas por Miguel de Salvá y por Giacinto Serroni; firmaban el Tratado de Llívia, una revisión del Tratado de los Pirineos que había sido firmado un año antes (1659) con el propósito de poner fin a una larga guerra (1635-1659)m que había enfrentado a los dos gigantes europeos de la época. En Llívia, la legación francesa de Serroni impuso un sorprendente desplazamiento de la frontera hacia el sur, que la historiografía española ha camuflado con el pretendido argumento de que Versalles buscaba los viejos límites que en tiempo de la dominación romana separaban las provincias de la Galia y de la Hispania. Pero en realidad; Llívia es la prueba más evidente de que Luis XIV engañó a Felipe IV.

Luis XIV y Felipe IV. Fuente Museu de Versalles Versalles y Museo del Prado Madrid

El islote de Llívia

La historiografía española, sobre todo la nacionalista (los españoles también tienen una historiografía nacionalista con una larga tradición); ha insistido hasta la extenuación en que el enclave territorial de Llívia (totalmente rodeado de territorio francés) es el resultado de una hábil maniobra hispánica. Vienen a decir que, en aquella revisión, los franceses pasaron por alto que Llívia no era un pueblo, sino una villa; y, en consecuencia, quedaba excluida de aquella transferencia de dominio que afectaba a treinta y tres núcleos poblacionales del valle alto del río Segre. Sin embargo, aunque lo presentan como un triunfo (como una astuta argucia que vengó la derrota en las mesas de negociaciones de la Isla de los Faisanes, de 1659), la realidad era bien diferente. Los franceses saltaban, claramente, el vierteaguas de los Pirineos, y expandían su dominio sobre un extremo de la península Ibérica.

La Alta Cerdanya

Llívia también desenmascara el falso argumento español, que pretende ocultar el fracaso en el tratado del año anterior (1659). La versión tradicional de la historiografía española dice que Felipe IV cedió el Roselló porque Luis XIV estaba empeñado en expandir sus dominios hasta unas pretendidas fronteras naturales; y que el límite sur lo perfilaba el vierteaguas de los Pirineos. En este punto es importante destacar que los condados del Roselló y del Conflent, situados en la cara norte, fueron transferidos a dominio francés en la Isla de los Faisanes (1659). Y que la Alta Cerdanya, surcada por el río Segre y situada en la cara sur, fue transferida con la revisión del Tratado (1660). El vierteaguas que separa las caras norte y sur de los Pirineos, por arte de magia, pasó al fondo de un valle y justo en medio de una llanura, entre La Guingueta d'Ix i Puigcerdà.

Mapa de los condados catalanes ultrapirenaicos (1700). Fuente Cartoteca de Catalunya

La debilidad catalana

El Tratado de los Pirineos (1659) y la Revisión de Llívia (1660) ponen de relieve la debilidad política de Catalunya en aquel contexto. Cuando se perpetró la amputación de los condados ultrapirenaicos, ya hacía siete años que había concluido la Guerra de Separación de Catalunya (1640-1652). La Revolució dels Segadors (1640), la alianza catalanofrancesa de Ceret (1640), la proclamación de la I República catalana de Pau Claris (1641), el copioso —y repugnante— intercambio epistolar entre las cancillerías de París y de Barcelona (1640-1648), o la silla catalana en las negociaciones internacionales de paz de Westfalia (1648); quedaban lejos. Felipe IV había ocupado militarmente el Principat (no los condados ultrapirenaicos); y no había liquidado el edificio político catalán, pero había monitorizado las instituciones, a través de una terrible depuración ideológica.

La respuesta catalana

Sin embargo, Felipe IV —en su momento— había jurado las Constitucions de Catalunya. Que es lo mismo que decir que había jurado su cumplimiento. Aquellas Constitucions decían, literalmente, que el rey no podía alienar ni un centímetro cuadrado de territorio catalán sin la autorización de las Corts catalanas. Naturalmente, Felipe IV se pasó aquel juramento por el escroto, en un acto que ponía de relieve la forma y la naturaleza de la cultura punitiva contra Catalunya que imperaba en la corte de Madrid desde que el conde-duque de Olivares, ministro plenipotenciario de Felipe IV, había fabricado la devastadora crisis (1627) y el brutal clima de violencia (1635) que conducirían a la Revolució y a la guerra (1640). Naturalmente, la respuesta institucional catalana (manifestada por los elementos prohispánicos que, en 1659 y en 1660, dirigían las instituciones) no pasó de cuatro gritos.

Jules Mazzarino y Luis de Haro. Fuente Museo Condé Chantilly y Galeria de los Oficios Florencia

La engañifa de Luis XIV

Jules Mazzarino, ministro plenipotenciario de Luis XIV; y Pierre de Marca, que controlaba, desde la distancia, las conversaciones de Llívia, le dieron todas las armas a Serroni. Y haciendo un juego de palabras, podríamos decir que Serroni engañó a Salbà. Le hizo creer que, para la Loba Capitolina, la Alta Cerdanya era la tierra de Astérix. Y había que redibujar la línea trazada el año anterior. Nunca sabremos si Salbà se lo tragó o, simplemente, lo fingió porque tenía prisa para ocupar su nuevo despacho en Madrid. Pero sí que podemos afirmar que a Felipe IV y a su nuevo ministro plenipotenciario Luis de Haro (sobrino del carbonizado Olivares y derrotado en las mesas de los Faisanes), ya les iba bien; porque lo único que estaba en juego era un trozo de la sediciosa y rebelde Catalunya, merecedora de todos los castigos terrenales y de todas las plagas divinas.