Hay algo que las madres conocemos bien: todo el mundo tiene una opinión sobre cómo debemos criar. Da igual la edad que tengan nuestros hijos, da igual si tenemos uno o tres, si damos el pecho o el biberón, si trabajamos fuera de casa o no trabajamos, si cocinamos con productos ecológicos o si compramos pescado congelado. Sea como sea, recibimos comentarios, opiniones, sugerencias y consejos todo el santo día. Frases disfrazadas de preocupación, de sabiduría popular o “dicho con buen rollo, ¿eh?”. Y siempre, siempre, bien cargaditas de prejuicio y juicio... Estas frases, algunas ya todo un clásico, empiezan incluso con el embarazo: “¡No tienes mucha barriga!”, “¿Serás madre soltera?”. Y otra que a mí me dolió especialmente y me ofendió porque me pareció profundamente desagradable y fuera de lugar: “¿Lo buscabais?”. ¡Nos lo hemos encontrado… ¡No me jodas! O podía haber contestado: “Mira, no, pero qué remedio, lo tendremos sin ganas y ya veremos qué hacemos con él y dónde lo metemos”. Y a medida que avanza el embarazo empieza el festival de los comentarios… “¿No crees que has engordado demasiado?”; “¿Seguro que solo hay uno?”. Comentarios todavía menos apropiados y aún más fuera de lugar, ya que la mayoría son sobre el aspecto físico. Y mira que eso de no comentar los cuerpos en pleno siglo XXI ya lo deberíamos tener más que asumido y superado.

Cuando llega el bebé, la lluvia de sugerencias no pedidas aumenta y se transforman en imperativos o preguntas íntimas

Cuando llega el bebé, la lluvia de sugerencias que nadie ha pedido crece y se convierten en imperativos o preguntas íntimas (que en realidad son una trampa, porque respondas lo que respondas, todo lo estás haciendo mal). “No lo cojas tanto, que se va a acostumbrar a los brazos.” “¿No quiere el chupete? Seguro que eres tú, que no se lo quieres dar.” “¿Le has dado chupete? Para los dientes no va nada bien. Ya verás cuando tengas que quitárselo.” “¡No lo dejes llorar, pobrecito!” “Déjale llorar, que así se le ensanchan los pulmones.” “¿Duerme con vosotros?”, “Este niño tiene calor”, “Este niño tiene frío”, “¡Ponle los calcetines!”. Y la peor versión de todas es esa en la que le hacen preguntas al niño con ataques sutiles a la madre: “Tienes que decirle a mamá que con este calor no te ponga tanta ropa”, “Mamá no sabe qué te pasa, ¿eh, cariño? Ven conmigo…”. Todo esto normalmente dicho con esa voz aguda y forzada de adulto que cambia el tono para hablar con los niños, como si fueran idiotas. ¡Qué rabia me da! ¡Dejad de hacer preguntitas absurdas a un bebé que no habla, joder!

Una frase para cada etapa

Hay una frase para cada etapa. Más adelante: “¿Le das galletas? Yo solo le daba fruta.” “¿No le das galletas? ¡Pobrecito!” “¿Y por qué no le das nada de comer?”, “¿Y por qué no lo sientas?”... Cuando empieza a caminar: “¿Todavía no camina?”. Cuando ya corre: “Uy, este no para nunca”. Cuando hace una rabieta en el supermercado: “El mío nunca me hizo eso”. Y también si es tímido: “Este niño tiene que socializar más.” Si es demasiado extrovertido o tiene carácter: “Cuidado, que os tiene dominados y es él quien manda en casa, ¿eh?”. Es agotador. Muy pesado. Las frases no solo vienen del entorno más cercano, que en algunos casos puede que lo hagan con intención de ayudar (aunque el resultado es el mismo: decirte lo que tienes que hacer con tu hijo y darte la vara). Por si eso no fuera suficiente, estos consejitos no pedidos también vienen de desconocidos haciendo cola en el supermercado o por la calle, de señoras (porque sí, mayoritariamente son señoras las que hacen estos comentarios) que no conoces e incluso de vecinas del barrio.

La maternidad es una vitrina permanente. Tu hijo es observado y tú eres juzgada

La maternidad es una vitrina permanente. Tu hijo es observado y tú eres juzgada. Y no olvidemos la gran división entre las madres que trabajan fuera de casa y las que no trabajan o aún no se han reincorporado al trabajo. A las primeras: “¿No te da pena perderte tantas cosas?”, “¡Pobrecito, es demasiado pequeño!”. A las segundas: “¿Aún no trabajas?”, “¿Y a qué esperas?”. Y si nos fijamos: ¡las dos son culpables, haga lo que haga cada una! ¿No podríamos limitarnos a alegrarnos de que esa criatura pueda estar con su madre durante diez o doce meses, que es con quien debe estar? “¿Y el padre, ayuda?” ¿Ayudar? ¡Como si fuera un voluntario! Y las familias monoparentales… “Ah, ¿lo tuviste sola? ¡Qué valiente!”. Detrás de todas estas frases hay una idea que aún pesa mucho: que las madres tienen que hacerlo todo bien, pero nunca lo harán del todo bien. Que la crianza es una competición silenciosa. Que hay un modelo de “madre correcta”, y cualquier desviación debe corregirse con comentarios, consejos y comparaciones.

El problema no es solo que estas frases molesten. Es que acaban generando dudas, culpa y presión. Y esto recae sobre todo en las madres, no en los padres

El problema no es solo que estas frases molesten. Es que acaban generando dudas, culpa y presión. 
Y esto recae sobre todo en las madres, no en los padres. Por eso muchas madres aprenden a hacer dos cosas muy importantes: poner filtro y poner límites. Sonreír por educación, pero no dejar que todo entre. Aprender a desactivar la mirada externa y recuperar la propia voz. Confiar en lo que saben, en lo que hacen bien, y en su derecho a equivocarse también. Porque frases, siempre las habrá, pero no por eso tenemos que aguantarlas todas. La maternidad no necesita más juicios: necesita más respeto, más apoyo real, y menos opinadoras profesionales. Y, sobre todo, necesita una cosa básica: que si no te han pedido consejo, quizá no hace falta que lo des y mejor te lo metas por donde te sientas —como decía mi abuelo, que en paz descanse.