Era 4 de diciembre del 2002 cuando Diane Sawyer entrevistó en exclusiva a Whitney Houston, le sugirió si padecía anorexia y, ante la negativa de la cantante, preguntó lo que todo el mundo sospechaba desde hacía tiempo. “¿Tu condición física es producto del consumo de drogas como el crack?”. Y ella respondió, desafiadora y déspota. “Dejemos una cosa clara, el crack es barato y yo gano mucho dinero como para consumir ese tipo de droga. Aunque no niego que mi estado de ánimo, en ocasiones, ha dependido de mi abuso a ciertas sustancias". En esa misma entrevista, Whitney dejó un titular que, años después, se convirtió en presagio: que su mayor demonio era ella misma. Murió el 11 de febrero de hace 10 años, cuando se ahogó en la bañera de un hotel de Los Ángeles tras sufrir un fallo cardíaco con 48 años. La autopsia revelaría que había consumido cocaína.

A bote pronto sería fácil comparar su historia con la de otras leyendas de la música que perecieron demasiado pronto. Suena un poco a Amy Winehouse, Michael Jackson o Janis Joplin, hasta a Britney Spears pero sin compartir el fatal desenlace. Infancia complicada, capitalización del talento, relaciones tóxicas, mala gestión de la fama o adicciones como vía de escape: un relato que tradicionalmente se atribuye a personalidades frágiles y superadas por un entorno hostil, alimentado por tabloides y noticieros amarillistas que deshumanizan a las personas cuando estas tienen un talento monetizable. Pero lo que trastornó a Whitney fue que no la dejaran salir de los roles perfectos que habían creado para ella. Y el público no le perdono que fuera un ser humano: la habían amoldado tanto para tener una presencia angelical que, cuando empezó a rebelarse i a sentirse libre, no supo apretar los frenos.

Whitney RTVECissy Houston, cantante y corista de Aretha Franklin, le enseñó todo lo que sabía a su hija. / RTVE

Whitney lo aprendió todo de su madre, Cissy Houston, cantante y corista de Aretha Franklin; ella fue quien empezó a pulir el diamante que se convertiría en la solista con más números uno consecutivos en Estados Unidos y que con solo 19 años convirtió su primer álbum - Whitney Houston, 1985 - en el debut más vendido de la historia. Eso la convirtió en una máquina de hacer dinero de la que también comían su familia o amistades como Robyn Crawford, con quien mantuvo una relación sentimental. Como toda empresa rentable, todas las partes querían explotar el producto y moldearlo para ser atractivo a la mayoría. El pacto incluiría que Whitney pareciera menos negra y más blanca, menos de barrio y más glamurosa: desde su discográfica Arista (liderada por Clive Davis) cambiaron su estilo góspel y soul por la música pop. Eran los 80 y el público afroamericano lo percibió como un desprecio y un insulto a sus orígenes.

Whitney debía parecer menos negra y más blanca: cambiaron su estilo góspel y soul por la música pop

Fue por aquellas que conoció al que sería su marido, Bobby Brown, cantante de R&B. Según la leyenda popular fue él quien la introdujo en el mundo de las drogas, pero lo cierto es que la cantante había empezado a tontear con sustancias mucho antes y con sus hermanos, que trabajaban con ella en las giras. A partir de la boda, el camino a la perdición se convirtió en la crónica pública de una muerte anunciada. Whitney Houston empezó a comportarse como quería y dejó atrás al maniquí sometido que la industria había diseñado a su gusto.

Whitney y BobbyBobby Brown era lo contrario al producto de Whitney, y eso la atrapó. / CC

Por primera vez, sintió que no debía entrar en ningún molde ni hacer lo que se esperaba que hiciera; Brown era lo contrario al producto Whitney, irreverente, el prototipo del macarra duro de barrio. Encontró en él otra forma de vivir, alejada de las exigencias de su equipo y la disciplina impuesta desde casa. Whitney se liberó. En algunas grabaciones domésticas se la ve con una rudeza incontestable, incluso altiva y prepotente, rozando la mala educación, eructando frente a la cámara o haciendo burlas. Nada que ver con el personaje que fingía ser y que estaba arrasando en las listas. Su I Will Always Love You, tema de la banda sonora de El guardaespaldas, es todavía el single más vendido de una artista femenina.

Se había convertido en una de las estrellas más famosas del mundo: Saddam Hussein utilizó una versión en árabe de esa canción para publicitar su campaña electoral y en 1994 fue la primera artista internacional que actuó en Sudáfrica tras el apartheid. Cuando su popularidad tocó techo también lo hizo ella: empezó a cancelar conciertos, su comportamiento se volvió más rebelde, y se volcó en las drogas para escapar del personaje. Su sueño era tener su propia familia y cuidar de su hija, Bobbi Kristina: disfrutar de una vida normal alejada de la popularidad. Pero era una drogadicta y nadie quería que la rueda de la fortuna no dejara de girar. Las humillaciones fueron apareciendo en cadena. Su padre la demandó  por 100 millones de dólares, la discográfica la quería exprimir y los maltratos de Brown se normalizaron, también en la esfera pública, hasta su divorcio. Como ella misma diría en una entrevista con Oprah Winfrey, se hizo pequeña para que él pudiera sentirse superior. Tiempo después, también se supo que de niña había sufrido abusos sexuales por parte de su tía, Dee Dee Warwick, y había callado.

El público jamás conoció a la verdadera Whitney: la ascendieron a icono cultural, a voz única de otro mundo, pero nadie la escuchó ni quiso ver a la persona insegura detrás de la yonki. E igual que el personaje de Rue en Euphoria, tenía la necesidad de colocarse para dejar de sentir dolor. El imaginario de esta serie debe ser algo similar a lo que la cantante de I have nothing debió sentir estando drogada: una falsa sensación de paz espiritual que solo lleva al más absoluto ostracismo. Cuando Whitney Houston murió, dejó de ser un hazmerreír para convertirse en leyenda, y la familia, los amigos, los medios, los fans y el mundo entero quedó con esa duda eterna con la que se quedan las personas que saben que han hecho las cosas mal: ¿se podría haber evitado?