Madrid, 23 de septiembre de 1953. Hacía 17 años que, en plena Guerra Civil (1936-1939), la Junta de Defensa Nacional (el gobierno de los golpistas) había nombrado a Franco comandante en jefe de la rebelión (21 de septiembre de 1936). Pero, ni el fin del conflicto civil (abril, 1939) ni la caída de sus aliados internacionales —los regímenes fascista italiano (septiembre, 1943) y nazi alemán (abril, 1945)— habían modificado la arquitectura de la jerarquía política instituida durante el conflicto civil. En plena Guerra Fría —resultado del nuevo escenario surgido al acabar la II Guerra Mundial (1945)— y con España totalmente aislada del concierto internacional —resultado de la naturaleza de su régimen político y de su deriva durante el conflicto mundial—, Franco, el generalísimo, que había dirigido la rebelión desde prácticamente su inicio, continuaba en el poder.
¿Qué pasó el 23 de septiembre de 1953?
Esta fecha y lo que sucedió aquel día es fundamental para dar respuesta a la pregunta que plantea el título de la pieza. Hasta el punto de que, para explicar a Franco y el porqué se perpetuó en el poder, es más importante que el 17 de julio de 1936 (inicio del golpe de Estado que conduciría a la Guerra Civil), el 21 de septiembre de 1936 (su nombramiento como generalísimo, es decir, jefe militar de la rebelión), el 19 de abril de 1937 (decreto de unificación de todos los partidos y sindicatos rebeldes, es decir, su ascenso a jefe político de la rebelión) o el 1 de abril de 1939 (emisión del último comunicado de guerra que confirmaba la victoria militar de los golpistas). El 23 de septiembre de 1953, los ministros españoles de Exteriores y de Comercio Martín-Artajo y Arburúa, y James Dunn, embajador norteamericano en Madrid, firmaban los Convenios hispano-norteamericanos.
¿Cómo era la España de 1953?
El fin de la II Guerra Mundial y la derrota del “eje del mal” (1945) había colocado a España en una situación de absoluto aislamiento. Pero la arquitectura del nuevo orden mundial no podía permitirse la existencia de una España zombi, vagando por la nebulosa de la historia. El régimen nacionalcatólico español era radicalmente anticomunista, y era impensable que Franco gravitará hacia la Unión Soviética. Pero el aislamiento internacional impedía la recuperación económica y perpetuaba un sistema de precariedades que podía impulsar una revolución comunista. Y, por otro lado, el paisaje político del cuadrante mediterráneo era muy convulso: en Italia, el crecimiento electoral de los comunistas, y en Grecia, la guerra civil entre monárquicos y comunistas, amenazaban con un potencial giro de estos países hacia los intereses de Moscú.
El Pentágono mueve ficha
Poco antes, el régimen nacionalcatólico español había ofrecido a Washington enviar tropas a la guerra de Corea (1950-1953) para “detener el comunismo”. El presidente Truman (Partido Demócrata) declinó aquel ofrecimiento, pero maniobró para conseguir una resolución de la ONU favorable al levantamiento parcial del bloqueo internacional que afectaba a España (1950). Ordenó la búsqueda de instrumentos para esquivar la imposibilidad de integrar España en la OTAN (los socios de este organismo no olvidaban el papel del régimen nacionalcatólico español durante la II Guerra Mundial). Y ordenó un acercamiento diplomático (por primera vez desde 1939, Washington aceptaba las credenciales de un embajador español) con vistas a negociar un acuerdo bilateral: el que sería el Convenio hispano-estadounidense.
¿En qué consistía este acuerdo?
Las negociaciones del Convenio España-Estados Unidos se inician en julio de 1951 (tres meses y pico después de la Huelga de Tranvías de Barcelona, la primera contestación social al régimen nacionalcatólico desde el final de la Guerra Civil) y tienen como objetivo prioritario establecer una colaboración militar, que sería el origen de las bases militares norteamericanas en territorio español. Naturalmente, esta carpeta, denominada Acuerdos de Defensa Mutua, tuvo que salvar varios escollos. Washington la consideraba imprescindible para continuar avanzando en la negociación de ayudas financieras y transmisión tecnológica, pero el núcleo duro del régimen, formado por el estamento militar y policial y por los elementos más radicales del Movimiento (básicamente, excombatientes falangistas, llamados camisas viejas), lo consideraban una humillación.
¿Franco se traga los sapos?
Hay una cita que se atribuye a Franco y que explica su eterna permanencia en el poder: “Haga usted como yo, que no me meto en política”. Al inicio del conflicto civil (abril, 1937), había ordenado la unificación de todos los partidos y sindicatos favorables a la rebelión (creación del Movimiento). Franco asistió, impasible, a los enfrentamientos armados en la retaguardia rebelde entre carlistas, falangistas, alfonsinos y sindicatos católicos. Y, cuando ya reinaba el caos, aparecería con su porte marcial para restaurar el orden e imponer su autoridad (fabricó la condena a muerte a Manuel Hedilla, líder de Falange y máximo opositor al decreto de unificación, abril, 1937). Dieciséis años después (1953), hizo lo mismo: se mantuvo al margen de los enfrentamientos entre partidarios y detractores del acuerdo con los norteamericanos y apareció en el momento oportuno.
¿Quién estaba a favor del acuerdo con los norteamericanos?
Antes hemos relacionado, de forma resumida, los estamentos sociales contrarios al acuerdo en los términos que lo presentaba Washington, pero, ¿quién consideraba que la instalación de aquellas bases era un mal menor? Pues aquellos sectores sociales partidarios del régimen, pero que todavía no formaban parte de su núcleo duro: los "tecnócratas", personas muy relacionadas con las grandes sagas del tejido empresarial español. Franco tampoco los apoyó, pero apareció en el momento oportuno para restaurar el orden, imponer su autoridad y deshacer el enredo: se comprometió con Eisenhower, el nuevo presidente estadounidense (Partido Republicano), a relevar del poder a los veteranos de las guerras española o mundial (civiles o militares) por la nueva hornada de “tecnócratas” educados en la idea del Opus Dei.
“Haga usted como yo, que no me meto en política”
A partir del Convenio hispano-estadounidense, también llamado Pacto de Madrid (nunca fue un tratado internacional, porque no fue aprobado por el Senado de los Estados Unidos), el poder personal de Franco se vio muy reforzado. Y si bien es cierto que Franco quedaría aislado como un elemento neutro e inaccesible a las alturas de su régimen, también lo es que se convirtió en “el hombre de Washington” en el cuadrante formado por la península Ibérica y el sector noroccidental del Magreb (el Estado español conservaba el dominio del Rif) y en el necesario e indiscutible árbitro de la política española. Con esta estrategia personal, que prescindía de lealtades y de ideologías y que era extremadamente trivial, pero terriblemente pragmática y efectiva, había sido capaz de fabricar estas condiciones y ya no se cuestionaría su posición.
