Este domingo, miles de catalanes encendían el televisor con el mismo ánimo que el adolescente albaceteño que tira fichas a Ester Expósito por Instagram: sin ninguna expectativa de éxito. Y no nos equivocábamos. La final de Batalla Monumental hizo honor a lo que el programa siempre ha representado y, como era de esperar, fue un show funesto. El monumento vencedor –el favorito de Catalunya, en teoría– fue la Seu Vella de Lleida, pero eso seguramente es lo menos importante.

La última entrega se retransmitió en directo desde el MNAC, un lugar que, durante décadas, ha sido escenario de comentarios impertinentes perpetrados por niños hartos de la excursión trimestral. Esta vez no fue diferente, y es que Roger de Gràcia nos regaló una buena retahíla de chistes malos y bromas pesadas mientras conducía una especie de debate al estilo Sálvame –si en Sálvame hablaran de arte románico y no de coca– que no llevaba a ningún sitio. Si el precio a pagar para promocionar el patrimonio es prostituir el formato, tendríamos que intentar que este formato, al menos, sea genuino y no decadente.

El debate sobre los monumentos –debate sobre monumentos, sí, dan ganas de estampar la cabeza contra el teclado– tuvo de todo: protagonistas aburridos y desfasados (a excepción de Xavier Graset, MVP), resúmenes de programas anteriores (¡como si no hubiéramos tenido bastante!), efectos de sonido dignos de Aquí Hay Tomate cuando los prescriptores se tiraban beef, y un grafismo lastimoso propio de un Power Point del año 2005. El especialista que diseña hemiciclos virtuales to wapos en las elecciones tenía fiesta, eso seguro. Súmale que el premio por participar en la votación era una simple visita guiada y unas noches de hotel, y te queda una aureola de bingo local irremediable.

Highlights de la tertulia: Fermí Fernàndez haciéndose el chulo gracias a Tarraco y naufragando estrepitosamente poco después –el pobre está más gastado que los pedales de un camionero–, Laura Fa autoproclamándose ciudadana de Port de la Selva unilateralmente a pesar de ser de Badalona, Benedetta Tagliabue asegurando que Lluís Domènech i Montaner "era como un hippie" o la actriz Laia Fontàn glorificando el castillo de Cardona porque "se ve desde la C-55", un argumento que, por esta regla de tres, también serviría para alabar a un gato atropellado o al segurata de un prostíbulo. Graset, eso sí, defendió con honor el Monasterio de Poblet y, en poco más de un minuto, dio más información relevante sobre el edificio que Ivan Medina en todo un programa.

En cualquier caso, quien se salió con la suya fue Mari Pau Huguet. No por su aportación –se dedicó a leer una serie de poemas que debieron hacer explotar el cerebelo del bueno de Ivan–, sino porque la gente de Lleida votó en masa la Seu Vella, hecho que, sumado a la soberbia ampurdanesa y la desidia tarraconense, se tradujo en victoria para los del Sagrià. Y eso que tenían todos los elementos en contra. TV3 hizo charlar las estrellas de la casa –Raquel Sans, Tomàs Molina, Xavier Coral o Jair Domínguez– a fin de que defendieran los monumentos de su territorio, pero de las Tierras de Ponente sólo encontró a una: Mari Pau Huguet, la misma que representaba a Lleida desde el plató. Que en la CCMA pasan de la capital del Segre lo empezamos a sospechar cuando decidieron no enviar a ningún periodista a cubrir la detención de Pablo Hasél. Ahora ya está confirmado.

Se acaba Batalla Monumental y quedamos huérfanos. Huérfanos de entradas con vehículos estrambóticos, de guiones infantiles, de bromas repetitivas –tan graciosas como un pelotazo en los huevos–, de diálogos surrealistas y de duelos desiguales. En ningún caso, sin embargo, quedemos huérfanos de un buen programa patrimonial. Básicamente, porque Batalla Monumental no lo ha sido nunca.