Batalla Monumental demostró este lunes lo que habría podido ser y ya nunca será. Contra todo pronóstico, el programa de divulgación patrimonial de TV3 hizo honor a su condición y firmó un episodio parcialmente redondo, en este caso centrado en dos monumentos situados en Barcelona, La Casa Milà de Antoni Gaudí y el Recinto Modernista Sant Pau de Lluís Domènech i Montaner. En Miravet o Taüll tienen motivos para estar cabreados: el rigor y la seriedad sólo llega cuando toca hablar sobre la capital, deben pensar.

Seriedad y rigor, esta es la clave de todo. Por primera vez en cuatro entregas, las bromas insufribles, el atrezzo injustificado o los diálogos infantiloides quedaron en segundo plano, hecho que permitió que el producto televisivo estuviera a la altura de los monumentos expuestos. Deshacerse de algunos vicios adquiridos es una batalla perdida –de verdad, con tanto disfraz eso ya parece Humor Amarillo, pero en esta ocasión la gracia y el encanto derrotaron la vergüenza ajena. Y eso que la cosa no empezó bien.

Por algún extraño motivo, los responsables de guion han estipulado que los presentadores tienen que llegar al monumento escogido con vehículos estrafalarios: la semana pasada fue un parapente de la hostia y esta vez tocaban motocicletas con sidecar. Como queriendo decir: "nos la pela todo, niños". La intención intuyo que era construir una puesta en escena modernista, pero lo cierto es que el molesto zumbido de los motores, las gafas cyberpunk y los acuerdos rockeros de la música convirtieron la carrera inicial una suerte de partida de Mario Kart. Que te avance un autobús del TMB tampoco es muy glamuroso.

Pero como decía, este fue el mejor episodio de la temporada. En parte, gracias a Candela Figueras, quien, desde el Hospital de Sant Pau, supo sacar lo mejor de la entrañable catedrática Mireia Freixa y de la guía Mònica Almirall. De la mano de las tres mujeres pudimos conocer la historia y la cara oculta de un recinto que, de entrada, tenía las de perder contra La Pedrera. La visita, además, se completó con la primera dosis de emotividad de la corta historia del programa cuando entró en escena un expaciente del centro. "Este es el mejor monumento porque nunca ha aspirado a ser un monumento, siempre ha querido ser un hospital". Sin ironías: así sí.

Menos suerte tuvo Ivan Medina en la Casa Milà. Dejando de lado su papel de eterno sorprendido –espero que sea impostado–, al presentador le tocó bailar con personajes no tan jugosos. Hablemos claro: por muy simpático que seas, cuesta encontrar respuesta cuando una de las primeras cosas que te enseñan de La Pedrera es la lavativa con la que el Señor Milán se rociaba el ano. Las añejas sábanas de la Señora Segimon, por mucho que finjas que te apetece tocarlas, tampoco me parecen un premio suculento, precisamente.

A favor de Ivan: Daniel Giralt-Miracle, experto en la obra de Gaudí, un hombre que con este apellido sólo podía ejercer una profesión como la suya. Él fue el encargado de recorrer la historia de La Pedrera y de revelar, por ejemplo, que la Señora Segimon acabó despachando al arquitecto reusense. Lástima que no explicara el resto de la historia: Gaudí fue a juicio, ganó, se llevó 105.000 pesetas y las dio a la beneficencia para dejar claro que "le importaban más los principios que el dinero". Un crac con la chorrea fuera.

En contra de Ivan: el estatismo de Javier Mariscal –el artista invitado para hablar sobre la casa–, los chistes en off de Roger de Gracia y la banda sonora de Star Wars cuando habla sobre las icónicas chimeneas de Gaudí. Hay cosas contra las que no se puede luchar. Pero el listón ahora está bastante más arriba.