A veces, cuando escribes una crítica, tienes la necesidad imperiosa de justificar la elección del título que has escogido para ilustrarla. En este caso, la sentencia contiene un adjetivo bastante contundente, "esperpéntico". Pero hostia, es que el diálogo que leerás a continuación, transcrito de forma literal después de visionar el segundo capítulo de Batalla Monumental, se lo merece sin ningún tipo de duda.

– Ahora estamos aquí, en la torre del tesoro. Aquí había un tesoro escondido por los templarios.

– ¿En esta de aquí?

– Efectivamente, donde nos encontramos.

– ¿Y por que se llamaba 'la torre del tesoro'?

– Porque la orden del templo tenía aquí la caja grande, la caja de ahorros, el tesoro.


A partir de aquí, señores, todo hace bajada. Este domingo, TV3 emitió la segunda entrega del programa en que doce monumentos compiten para convertirse en el favorito de los catalanes. Después de intentar enfrentar a Tàrraco y Empúries –un duelo que ni siquiera se aguantaba haciendo valer la rivalidad entre norte y sur–, esta vez fue el turno de Miravet y Cardona, dos poblaciones coronadas por dos castillos que, como era de esperar, no tienen nada que ver. Al menos esta vez el ganador no responderá a una cuestión tan lógica como la demografía de la zona.

Tal como se puso de manifiesto al primer programa, el problema principal de Batalla Monumental es que ha hecho de las batallas su razón de ser. En lugar de aspirar a ser un buen espacio de divulgación histórica y patrimonial, el programa insiste constantemente en la idea de que hay que contraponer los monumentos de cada lugar, un relato que no compran ni los vecinos, ni los expertos, ni, seguramente, los mismos presentadores, forzados a soltar oraciones absurdamente sintéticas, más propias de un personaje del Club Súper3 que de un ser humano adulto. "¿Qué crees que sentiré cuando vea el castillo de Miravet"?. "Uau, ¡ya les gustaría a los de Cardona tener un castillo como este"!. "Por fin estoy dentro de uno de los monumentos más simbólicos de Catalunya". "Uau, visca, sí, ¡he salvado el castillo de Cardona"!. De verdad, son frases que no funcionarían ni como cuña radiofónica de Visit Catalonia.

Así pues, como la semana pasada, toca preguntarse qué queda cuando el leitmotiv del programa falla estrepitosamente. En esta ocasión, el repertorio es más estimulante que el de la última vez.

En primer lugar tenemos a los vecinos, el único punto positivo del programa, gente auténtica que brilla porque, a diferencia de Roger de Gràcia, no están leyendo un guion. Casi todos, a excepción del aspirante a presidente de las JNC que quiere su minuto de gloria, despiertan simpatía y naturalidad.

En segundo lugar, Dídac Flores, recreador templario de Miravet. La profesión ya lo dice todo. Puto amo entre los putos amos, Dídac empuñó su espada y no le cortó la cabeza al presentador de milagro. Especialmente estelar el momento en que le enfundó un casco y, talmente como si fuera el quillo repetidor que putea a sus compañeros de clase, le clavó dos tortas bien fuertes en el cráneo. Como queriendo decir: "Esto no es un plató de Sant Joan Despí, pedazo de abrazafarolas".

En tercero y último lugar, el vacío. La decepción. Resulta, contra todo pronóstico, que el castillo de Cardona es el picadero del pueblo. Joder, los cardonins follan dentro de una fortificación del año 880. Pero no, no es una cuestión importante. Cuando te piensas que el programa tendrá un poco de salsa, un giro sexual inesperado, la música funk, digna de pel porno de serie B, se apaga. Y hasta la semana que viene.