Mañana podría ser un día memorable. Podríamos hacer un corrillo alrededor de la mesa y hablar de la efeméride que nos cambió la vida, del momento histórico que nos hizo creer en el poder de la colectividad y confiar en la política, y echar un par de lágrimas al aire porque, por fin, empezamos a construir un país no sé si más justo, pero sin duda mucho más nuestro. Mañana podríamos celebrar que es un día nacional nacido de una victoria, brindar con la copa muy arriba y que el orgullo nos saliera del pechito por haber contribuido activamente a una lucha que muchos consideramos honesta. Pero mañana no será ese día. Mañana será un día normal. Un día del montón, pero del montón tirando hacia abajo, casi tocando fondo. Un día de los de apagar la tele y esconder la cabeza bajo el ala. Porque mañana todo nos va a recordar que los catalanes no somos especiales, como una metáfora cruel y maldita de lo que es la vida: da igual cuánto te esfuerces y confíes en tus capacidades porque al final otros factores siempre decidirán por ti.

🔴 Víspera del 1 de octubre 2022, última hora | Actos por los 5 años del referéndum
 

El 1 de octubre de 2017 era un día que tenía que durar años y se ha quedado en los primeros segundos legañosos de un mal despertar. Ni el mundo nos mira ni a Europa le importamos. Ya, de hecho, no somos capaces ni de observarnos a través del espejo para hacer autocrítica y decidir qué tipo de independentistas queremos ser, y a la telenovela nefasta protagonizada por el Govern me remito. Hace unos años, reivindicarse como tal era algo así como reconocer en voz alta que no le temías a los grandes retos, que eras de mollera dura, una tipa con principios. Ahora ser independentista es ser una ilusa. Y no porque hayamos dejado de creer en un estado propio, sino porque los gobernantes no han parado de utilizar la estrategia de infantilizar al indepe con argumentos naíf desde mucho antes de que saliera la sentencia del procés. Se han pasado los últimos cinco años con la misma cantinela, apelando a la idealización de una victoria que jamás se llegó a materializar, convencidos de su dicha, como Alonsos Quijanos con sus molinos. Que si haremos cumplir el mandato del 1-O, que si todo es culpa del 155, que si no podran res davant d’un poble unit, alegre i combatiu. Tratándonos, directamente, como si fuéramos gilipollas.  

El independentismo está en horas bajas porque la gente ha dejado de creer, y la gente ha dejado de creer porque ha habido demasiado trecho entre dicho y hecho: ni se ha cumplido lo prometido ni se han presentado alternativas fiables que empujen a la ciudadanía a volver a movilizarse como si no hubiera un mañana —especialmente tras las consecuencias de la pandemia, de una guerra y de una inflación que, en muchos aspectos, nos tiene las manos atadas—. El Govern ha optado por un giro de guion que, lo siento, roza la ridiculez: de poner en jaque a todo el estado español con un referéndum de autodeterminación que burló todos los puntos de ataque, se ha pasado a venderle a la ciudadanía una mesa de diálogo (que nunca llega) como un logro nacional. Ahora, el colmo es que tengamos que ver como se pelean entre ellos y digan que lo hacen por el país. Lamentable y ofensivo.

El 1 de octubre de 2017 era un día que tenía que durar años y se ha quedado en los primeros segundos legañosos de un mal despertar

Así que el de los indepes no ha sido un desengaño rápido ni premeditado, al contrario: jamás se le podrá achacar al pueblo no haber estado cuando se tenía que estar. Pese a las dudas o las informaciones opacas, el pueblo aguantó. Lo hizo cuando las urnas eran un interrogante, cuando se pegó a la gente y se hicieron barricadas de defensa, cuando se cercó el Parlament con cadenas humanas para que Puigdemont fuera investido ese martes 30 de enero del 2018. Muchos creímos que el tipo conseguiría llegar al atril, aunque fuera gateando desde las cloacas, aunque jamás valoramos la posibilidad que la Generalitat fuera parte acusatoria de aquellos que fueron a juicio precisamente por defender ese día la institución —ni de muchos de los que vinieron después—. El pueblo tampoco renunció cuando se ocupó el aeropuerto, ni cuando Urquinaona ardió buscando la libertad de algunos. Tampoco cuando pidieron paciencia y asumimos que las cosas de palacio van despacio y que Roma no se construyó en un día. Y, por encima de todo, el pueblo no se echó para atrás cuando consintió que el paro, la vivienda o la sanidad se convirtieran en cuestiones político-sociales de segundo orden. Pero si Clara Ponsatí y otros líderes del soberanismo catalán llegaron a decir, ya con presos en la cárcel y exiliados en el exilio, que siempre supieron que no había suficientes estructuras para crear un estado propio, ¿cómo confiar ahora en su palabra?

No, mañana el pueblo no debería sentir vergüenza, ni tiene la culpa de haber fracasado en el mayor intento por ser una Catalunya independiente desde Felipe V, pero sí es suya la responsabilidad de decidir hacia dónde quiere ir y evitar dejarse llevar por las inercias irrisorias de estos últimos años —y de estos últimos días—. La frustración es la peor enemiga de la colectivización, y este país lleva demasiado tiempo instalado en un limbo de desesperanza exageradamente tosco, dejando que la desidia y la pereza desdibujen la capacidad comunal de cambiar las cosas. Nos hemos limitado a llorar por las esquinas y a rememorar aquellos días como si ya fueran imposibles, improbables, inalcanzables: como una leyenda en la que muchos ya no recordamos haber participado. En estos momentos, no creo que estemos en condiciones de permitirnos la individualidad y el egoísmo propio: los precios suben, la guerra acecha, la ultraderecha crece. Minimizar lo que hicimos ese día —esos días— como pueblo, como una red sincronizada y soberana, es la derrota más atroz e inhumana que podemos sufrir como sociedad. Ni seguir subordinados a un estado que no es el nuestro ni perder la confianza en nuestros dirigentes: lo peor que nos puede pasar es olvidar que la gente unida puede conseguir grandes transformaciones y que, si es cierto que un día hubo una oportunidad real de ser libres, fue gracias a nosotros. Sols el poble salva el poble.