Es raro el día en el que no esté presente en las portadas de los medios de comunicación alguna noticia sobre digitalización, inteligencia artificial y realidad virtual, en el que los líderes empresariales, los políticos, los economistas y los científicos no nos trasladen sus previsiones sobre el impacto que tendrá en los puestos de trabajo, en el empleo, esta revolución tecnológica. Más aún en estas últimas semanas en las que ha explosionado la presencia en nuestras vidas del Chat GTP y todas las nuevas variantes de la Inteligencia Artificial, lo que ha añadido una vuelta más a la incertidumbre. Con nuevas especulaciones de cómo serán los nuevos puestos de trabajo, de cuántos desaparecerán o se transformarán radicalmente con la tecnología actual y la que se avecina. Un 45% dicen algunos.

Sin embargo, muy poco se habla de otra revolución que tenemos pendiente, la de las competencias. La que tiene que dar respuesta a la demanda de las nuevas habilidades que exige ese cambio tecnológico, las habilidades necesarias para que las personas sigan siendo empleables en el futuro mundo laboral en el que surgirán nuevos trabajos y del que muchos hoy no hemos oído hablar ni incluso imaginado.

Ya sabemos que la disrupción, la destrucción, la redistribución y la redefinición del trabajo no es nada nuevo, ha sido consustancial a lo largo de la historia y ha sido la base del progreso social y económico. Para encontrar ejemplos de transformación tecnológica no hace falta que retrocedamos a la imprenta, a las selfactinas, al telégrafo, al tractor o a la cosechadora. Ni tampoco a otros más recientes, como la electrónica o a la informática. Todos provocaron cambios, algunos muy profundos, en las formas de trabajar, en el mercado de trabajo y en las relaciones laborales. Si miramos al ayer, o incluso al hoy, vemos cómo las funciones que realizaban centenares de miles de personas han sido reemplazadas por la lectura de un código de barras, un QR, o por la automatización del internet de las cosas.

Pero hay una diferencia, muy relevante, de estos cambios tecnológicos con los que vamos a vivir o estamos viviendo ya con la digitalización y la IA. Es la velocidad y la escala con que se implementan, que no tienen precedentes. Porque, al contrario que hasta ahora, en este cambio ni siquiera los trabajadores más cualificados estarán al abrigo de la evolución tecnológica. La automatización ha entrado en el ámbito de las tareas complejas con una nueva y sofisticada generación de soluciones de inteligencia artificial y aprendizaje automático. Ha irrumpido en ámbitos en los que antes se consideraba indispensable la intervención humana.

La pregunta, o la duda, es si estamos preparados como sociedad y como país en materia de las competencias y las habilidades que requiere esta nueva revolución industrial. Si nuestros resultados y niveles de formación académica y profesional responden a las competencias que se exigen ya hoy y que se demandarán en el futuro inmediato en el mundo del trabajo. A las competencias que permitan impulsar la carrera profesional en un entorno cambiante que no depende solo de lo que ya se sabe, sino de lo que se puede aprender. Las que potencien la capacidad de aprendizaje, como nos dicen los expertos, que exigirán las empresas y organizaciones, que si quieren tener éxito deberán saber combinar la correcta proporción de talento, habilidades y tecnología.

La respuesta a estas preguntas, a estos desafíos, es que no estamos suficientemente preparados. Nuestra realidad es hoy la de una población polarizada entre un grupo con niveles de competencias y habilidades muy elevados y otro grupo, mucho más amplio, con muy reducidos niveles de estas. Algo que es un lastre y lo será aún más si no somos capaces de corregir esta realidad para mejorar nuestro modelo productivo como país porque compromete nuestra capacidad innovadora al no disponer de trabajadores lo suficientemente cualificados. Ello puede dificultar nuestro desarrollo futuro, con el riesgo de perder el tren de la nueva revolución industrial, como perdimos otras en nuestra historia.

Es imprescindible que los poderes públicos y el tejido empresarial aborden con una especial atención el motor más determinante y estructural que marcará el futuro: la capacitación de la ciudadanía. Poco será todo el esfuerzo que dediquemos a ello, en especial en su relación con el trabajo. Este es, aunque la mayoría de nuestras administraciones públicas lo intenten edulcorar, el principal de nuestros déficits, de manera muy espacial en el sector industrial en el que la digitalización adquiere su máxima expresión y exigencia.

Merece especial atención la respuesta a la exigencia de talento de contenidos STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), unas disciplinas universitarias que España tienen menor peso que en la mayoría de los países de Unión Europea, según el informe 2021/2022 que ha publicado la Fundación Conocimiento y Desarrollo (CYD) sobre el sistema universitario español. Un déficit que se agrava por la poca presencia de mujeres en estos estudios, lo que además incrementa los riesgos de desigualdad de género en lo relativo al empleo.

Precisamos afrontar la revolución de las competencias porque hoy más que hablar de empleo debemos hablar de empleabilidad, como ponen de relieve los problemas estructurales de nuestro mercado laboral. Sigue habiendo dos millones de desempleados y al mismo tiempo muchas empresas están sufriendo la falta de trabajadores para poder continuar con su actividad. Ello requiere colocar la educación en el centro de las políticas públicas, superar la autocomplacencia que viven tantas administraciones, cuando múltiples indicadores nos advierten de nuestros déficits de capacitación. Y los altos niveles de abandono escolar, los bajos resultados en las evaluaciones internacionales, el retraso en la formación profesional, así como la baja inversión en formación permanente que padecen la mayoría de las empresas, especialmente las medianas y pequeñas.

No podemos perder la revolución de las competencias, nos va el futuro.