Durante los últimos años, buena parte del mundo fue convencida de que China representa el gran riesgo tecnológico y militar del siglo XXI. La narrativa se repite: el gigante asiático avanza en inteligencia artificial (IA), construye ejércitos robotizados, desarrolla chips secretos y planea desplazar a Estados Unidos del liderazgo mundial. Sin embargo, detrás de ese relato se esconde un interés económico evidente. Presentar a China como una amenaza no solo moviliza votos y discursos; también asegura presupuestos, subsidios y regulaciones favorables para industrias que viven del miedo. En otras palabras, el “coco chino” se ha convertido en un modelo de negocio.

En el terreno militar, la realidad es más modesta de lo que se cuenta. El Ejército chino no combate desde 1979, cuando invadió Vietnam y fue derrotado en apenas tres semanas. Desde entonces, su única experiencia fue desfilar. Construye barcos, sí, pero no existe evidencia pública de su desempeño real, ni en combate ni en operaciones conjuntas. Estados Unidos y sus aliados lo saben, pero mantienen la idea de un rival formidable para justificar presupuestos militares millonarios. Sin un enemigo claro, el Pentágono debería explicar por qué aumenta su gasto cada año. Así, la narrativa del “dragón que despierta” funciona como una póliza de seguro para toda la industria de defensa occidental.

En tecnología sucede lo mismo, China no tiene acceso a los chips más avanzados porque la fabricación depende de un solo tipo de máquina que solo produce una empresa en el mundo, ASML, de Holanda. Esos aparatos están prohibidos para exportación a China. Sin estos, la IA no avanza y los semiconductores de Huawei son ingeniosos remiendos, agrupando millones de unidades de menor calidad para simular potencia. Sin embargo, consume más energía, más espacio y rinde menos que sus rivales. Es como querer competir en Fórmula 1 con mil autos de karting. Los proyectos chinos de IA se sostienen en hardware viejo, software abierto de empresas occidentales y un ecosistema científico que desconfía del error. En ciencia, el error es la fuente del progreso, pero en China, es una amenaza política.

Tampoco hay un milagro industrial detrás del boom de los autos eléctricos, las fábricas chinas producen más vehículos de los que pueden vender. El resultado son estacionamientos enteros llenos de autos nuevos sin destino, una burbuja que recuerda a los edificios vacíos de los bienes raíces. Es la misma lógica de sobreproducción financiada por deuda estatal. En la práctica, China produce para mantener ocupada su maquinaria, el mundo no necesita tantos autos. Es un sistema que funciona mientras haya crédito y fe en el Estado.

Presentar a China como amenaza no solo moviliza votos; también asegura presupuestos y regulaciones a favor de industrias que viven del miedo

En el sector inmobiliario, la situación es aún más evidente. Ciudades completas están deshabitadas, edificios terminados sin compradores y hay provincias enteras dependiendo de la construcción para no colapsar. La crisis de Evergrande no fue una excepción, sino el síntoma de un modelo agotado. La economía china creció gracias a una expansión forzada del crédito y la infraestructura, sin innovación genuina. Hoy ese mecanismo se topó con sus límites.

En ciencia y educación, el panorama no es mejor. China gradúa millones de ingenieros, pero la mayoría se dedica a copiar modelos existentes o a cumplir metas burocráticas. La creatividad requiere libertad, y en un sistema donde un resultado inesperado es insubordinación, el estudio se paraliza. El castigo al error produce obediencia, no descubrimiento.

Aun así, los analistas, los bancos de inversión y los gobiernos occidentales sostienen la idea de que China está por dominar el mundo porque les conviene. La amenaza china justifica el gasto militar, estimula la inversión en nuevas tecnologías, mantiene las alianzas internacionales y otorga a las empresas occidentales una excusa perfecta para recibir subsidios. Cuando un gobierno aprueba miles de millones para “proteger la competitividad frente a China”, no está reaccionando a un peligro real, sino sosteniendo un sistema que necesita enemigos para sobrevivir.

China es grande, poderosa y disciplinada, pero su estructura interna está diseñada para controlar, no para crear. Sin chips no hay IA, sin libertad intelectual, no hay ciencia y sin innovación real, no hay futuro. Lo que queda es un aparato gigantesco que produce cifras impresionantes y resultados mediocres. Lo saben en Pekín y lo saben en Washington. Aun así, a ambos lados del Pacífico, el mito de la amenaza china seguirá vivo. Porque mientras exista ese mito, seguirán fluyendo los fondos, las inversiones y las narrativas que mantienen en pie a industrias enteras.

China es grande, poderosa y disciplinada, pero su estructura interna está diseñada para controlar, no para crear

La verdad es que China no es el enemigo, sino el pretexto. Un espejo útil en el que cada potencia se refleja para pedir más dinero, más poder y más tiempo. Y en ese teatro de rivalidad global, el miedo vale más que la realidad.

Las cosas como son.