Imaginemos que la inteligencia artificial (IA) es como una criatura recién nacida, pero con un apetito gigantesco. Crece a una velocidad que ningún ser humano puede seguir. Aprende en segundos lo que a nosotros nos lleva años. Y para alimentarse, no quiere comida, sino energía. Mucha.

Ahora bien, lo más sorprendente no es su hambre, sino que esta criatura —la IA— también empieza a cocinar, a organizar la cocina, a rediseñar las cañerías del gas y hasta a sembrar los campos para que no falte pan. La IA genera desafíos colosales y al mismo tiempo es la herramienta más poderosa que tenemos para resolverlos.

Tomemos primero la cuestión del consumo eléctrico. Los centros de datos que dan vida a la IA consumen energía como pequeñas ciudades. Pero también es cierto que la propia IA trabaja para reducir ese consumo. Diseña chips más eficientes, elige las rutas óptimas para mover información, y aprende a enfriarse de forma más inteligente.

Hay modelos que predicen en tiempo real cómo ajustar la potencia de un servidor según la carga del momento, como si un auto supiera exactamente cuándo acelerar y cuándo deslizarse para ahorrar nafta. La IA optimiza su propio metabolismo energético.

Después está el problema de la infraestructura. Las líneas eléctricas no se pueden construir de la noche a la mañana, y los cuellos de botella abundan. Pero hoy ya existen modelos de IA que simulan redes eléctricas completas y prueban miles de configuraciones distintas para encontrar la forma más rápida y barata de ampliarlas.

La IA no espera que los humanos se reúnan a decidir por dónde pasará un nuevo tendido: lo simula, lo ajusta y lo entrega listo para ejecutar. Además, puede anticipar fallos antes de que ocurran, identificando puntos de sobrecarga o desgaste con semanas de anticipación.

¿Y qué decir del problema de la intermitencia de las energías renovables? El viento no sopla siempre, el sol no brilla todo el día. Pero la IA ya gestiona parques solares y eólicos, decidiendo cuándo almacenar energía, cuándo liberarla, y cómo coordinarla con otras fuentes.

Puede tomar decisiones en milisegundos para equilibrar la oferta y la demanda, algo imposible para una sala llena de operadores humanos. De hecho, algunas redes eléctricas ya operan con “cerebros artificiales” que toman más de 100.000 decisiones por segundo para mantener todo en equilibrio. Es como si un director de orquesta pudiera escuchar cada instrumento por separado y ajustar cada nota al instante.

La seguridad también es un punto crítico. Los centros de datos y las redes eléctricas están expuestos a amenazas cibernéticas. Pero ¿quién está en la primera línea de defensa? Otra IA. Existen sistemas que detectan patrones anómalos en el tráfico de datos, que reconocen intentos de ataque en sus primeras fases y que responden con rapidez y precisión quirúrgica. Incluso hay modelos que generan automáticamente nuevas reglas de protección según el comportamiento del atacante, como si aprendieran en tiempo real el idioma del enemigo.

En cuanto a los permisos y la burocracia, ya se usan asistentes de IA para preparar expedientes, responder a consultas regulatorias, redactar informes de impacto ambiental e incluso negociar con autoridades locales. Lo que antes tomaba años, ahora puede comenzar a desatascarse en semanas. Es cierto que la IA no puede firmar documentos ni mover excavadoras, pero sí puede leer decenas de miles de páginas legales en segundos, identificar requisitos, y preparar todo para que el proceso avance más rápido.

¿Y la mano de obra calificada? La IA tampoco puede subirse a una torre de alta tensión, pero entrena a la próxima generación de técnicos. Plataformas de realidad aumentada con guía por IA permiten que un operario sin experiencia repare equipos complejos siguiendo instrucciones en tiempo real, como si tuviera a un ingeniero hablándole al oído. Además, estos modelos identifican qué tareas se hicieron mal o de forma ineficiente, y proponen mejoras basadas en millones de casos previos.

La IA incluso aborda el cuello de botella del gas natural. Hay sistemas que modelan en tiempo real el flujo de gas en gaseoductos, optimizan rutas, anticipan fallas y gestionan el uso eficiente de los recursos disponibles. Pero más allá de eso, es la IA la que permite transicionar a fuentes alternativas: diseñando redes que integran biogás, hidrógeno o almacenamiento térmico de manera más eficiente que cualquier cálculo humano.

Lo asombroso es, que en todos estos casos, la IA es imprescindible. Ninguna otra tecnología procesa tal volumen de variables en tan poco tiempo. Ningún equipo humano evalúa 50.000 escenarios de red eléctrica o balancea millones de puntos de consumo con la velocidad y la precisión que lo hace un modelo entrenado. Ningún ingeniero puede optimizar simultáneamente el consumo de energía, la refrigeración, la latencia y el tiempo de respuesta de millones de servidores distribuidos por todo el planeta. Ninguna burocracia puede mantenerse al día sin IA que la asista.

Y, sin embargo, aquí estamos. La misma criatura que exige más energía que nunca, que obliga a rediseñar redes eléctricas, que dispara inversiones colosales, es también la única capaz de hacer todo eso posible sin colapsar. En el fondo, la IA es como un fuego.

Quema, pero también ilumina y cocina. Si se la canaliza, puede ser el motor más poderoso de transformación que jamás hayamos tenido. Porque por primera vez en la historia, tenemos una herramienta capaz de entender la complejidad a la velocidad en que ocurre. Una tecnología que no se limita a sumar soluciones, sino que reordena el tablero entero, encuentra caminos nuevos y convierte problemas estructurales en oportunidades de rediseño.

Y lo más fascinante es que no hay otra herramienta detrás esperando el turno. Esta es la última gran invención. La IA es el final de la fila, el último martillo. Todo lo que venga después, si viene, lo construirá ella misma.

Las cosas como son