Para mucha gente, los días de Navidad son para pasar en familia. Las películas que vienen de Estados Unidos con una ejecutiva que vive en la ciudad, vuelve a casa de sus padres a la montaña para pasar las fiestas o los anuncios más castizos de turrón con cantinela incluida han ayudado a establecer esta idea que, en buena parte, es una realidad. Aquellas que viven lejos cogen trenes, coches, barcos o aviones (con los precios totalmente disparados) para volver a su habitación de adolescencia y pasar unos días en la casa familiar, comer o cenar con abuelos, tíos o primos que quizás ven una vez al año para compartir unas fechas, sin duda señaladas. Este es el escenario ideal y quizás idealizado, ya que hay quien se ha peleado con la familia, no la soporta o, incluso, la ha perdido. O viven en la otra punta del mundo y no tienen suficientes recursos para ir a visitarlos cuando les apetece. Cada vez es el caso de más personas: inmigrantes que se marcharon de casa solos y que, en algunos casos, no han formado una familia como las que se ven en el cine y para quienes estos días pueden llegar a ser muy difíciles de pasar. Por eso, aunque dentro de nuestro marco mental, Navidad es una fiesta de familia, con un papel para los amigos limitado a los amigos invisibles y, quizás, la noche de Fin de Año, las amistades se convierten en familia para aquellos que tienen la suya muy lejos.
"La soledad es la peor parte"
Eso es lo que pensó Esperanza. Esta colombiana lleva años viviendo en Barcelona, aunque antes se estableció en Madrid. Hace tres décadas, se instaló allí para estudiar un doctorado: madre soltera, emigró con su hija, que iba a primaria. Cuando llegaban las fiestas, su hija se quejaba. "Mamá, todos los niños de la escuela se van al pueblo a pasar las vacaciones con sus abuelos y nosotras nos quedamos aquí, ¡solas!", le recriminaba a su madre, que no sabía cómo explicarle que no podían estar con sus abuelos porque solo el billete a Colombia, donde tenía intención, en un principio, de volver a vivir una vez acabados los estudios, costaba una millonada que no podían permitirse, a pesar de que su situación no era especialmente precaria, comparada con la de otras personas. "Cuando se habla de la inmigración se dicen muchas cosas, buenas y malas, pero nadie habla de la peor parte, la soledad", explica Esperanza. "También está la discriminación, el racismo... y tanto, pero sea cual sea la historia de alguien que se ha marchado de casa, todo el mundo, en algún momento se siente solo, y más en momentos tan especiales como es Navidad", añade.
Para combatir esta soledad pensó que sería una buena idea crear lo que se convirtió en la "cena de los huerfanitos". La noche de Navidad, que en su país es la gran cita anual de las fiestas, como aquí lo puede ser la comida de Navidad o la de Sant Esteve, decidió, animada por un amigo, invitar a personas que había conocido durante los estudios o trabajando una vez había conseguido el permiso, para pasar juntos y acompañados aquella tarde. "No te haces una idea de la cantidad de gente que se siente sola", lamenta, pero a la vez contenta de haber podido ponerle remedio. Los invitados no eran huérfanos reales, sino circunstanciales. En los primeros años de esta tradición, Esperanza no podía permitirse invitar a todo el mundo, y, por eso, proponía que cada uno trajera un plato de su cultura. Quien no tenía tiempo para cocinar, era animado a preparar una canción o un verso tradicional de su país de origen. Cualquier cosa era bienvenida.
Cuando Esperanza se trasladó a vivir a Barcelona quiso mantener esta tradición, con usuarios de su trabajo o con nuevos amigos que había hecho en la ciudad en la que había vuelto a empezar de cero. Entonces su situación económica había mejorado mucho y vivía en un piso con una gran terraza, donde podía reunir a todo el mundo e incluso invitarlos. "Venían muchos amigos de mi hija, que había hecho tocando en bandas musicales, ellos me llamaban madre, porque no tenían la suya cerca", rememora, emocionada. En su mesa, los veinticuatro de diciembre, se sienta gente de toda clase, mucha de la cual no celebra el nacimiento de Jesús (ella es budista), sino la posibilidad de pasar una noche mágica rodeada de amistades, nuevas y viejas.
Una nueva tradición
Este año, Esperanza no organizará esta "cena de los huérfanos" para luchar contra la soledad de aquellas personas inmigrantes sin familia. Cuando comience las vacaciones del trabajo, cogerá un avión hacia Bélgica, donde vive su hija con su familia. Allí también pasará la Nochebuena acompañada de personas que, hasta entonces, serán desconocidas, porque la niña que un día se quejaba de que tenía que pasar la Navidad sola, ha heredado la costumbre de su madre y a pesar de tener un núcleo familiar, celebra la fiesta con la comunidad senegalesa de la ciudad donde vive, ya que su marido es originario de este país. Aunque, por un lado, le sabe mal dejar de preparar su "cena de los huérfanos" sabe que estará en buenas manos. Algunos de estos amigos con quienes durante años ha pasado la Nochebuena ya le han asegurado que la mantendrán, en gran parte, en su honor, por haberlos salvado de la soledad.