En las últimas décadas, la innovación y el cambio tecnológico han emergido como factor determinante del crecimiento económico y la generación de riqueza. Nuevas tecnologías como el 4G, las plataformas digitales o la impresión 3D han reducido los costes de transacción y han permitido aprovechar la concentración de infraestructuras y capital científico que ha emergido en torno a grandes ciudades como Boston, Estocolmo o Tel Aviv. Barcelona, por su parte, ha conseguido posicionarse como un polo de innovación en el sector de las tecnologías de la información y la biotecnología gracias a la captación de talento, una alta productividad científica y una elevada disposición de infraestructuras tecnológicas.

Sin embargo, no podemos dormirnos. Estados Unidos y China han conseguido que siete de las diez empresas mayores del mundo por capitalización bursátil sean del sector tecnológico (Microsoft, Apple, Amazon, Google, Facebook, Tencent y Alibaba). Europa no tiene ningún gigante comparable. Si ampliamos la lista a 50 empresas, 26 son chinas y 16 norteamericanas. Ninguna europea.

Los factores subyacentes a esta diferencia, con efectos geopolíticos evidentes, son múltiples. Uno destacado es la inversión en investigación y desarrollo: China cuenta con una inversión en I+D del 1,98% sobre el PIB, el doble que la década pasada. Para quienes piensan que China es simplemente la gran fábrica de manufacturas baratas del mundo, hay que recordar que Catalunya tiene un índice de intensidad tecnológica de 1,55% y España, de 1,20%.

Los factores subyacentes a esta diferencia, con efectos geopolíticos evidentes, son múltiples. Uno destacado es la inversión en investigación y desarrollo. Otro factor competitivo es la fiscalidad

Entre los países europeos también encontramos diferencias considerables. Un factor competitivo notable es la fiscalidad. Algunos países como Irlanda, Estonia o los Países Bajos han configurado un régimen fiscal atractivo, estable y previsible, generando incentivos, seguridad jurídica y certeza en empresas e inversores. Mientras tanto, el gobierno español parece dispuesto a aprobar un nuevo gravamen mensual para frenar la digitalización y la internacionalización de la economía española: la tasa Google a las empresas tecnológicas, la (mal llamada) Tasa Tobin a las transacciones financieras, impuestos a los robots para sufragar las pensiones...

Pero si hay algo que España tiene que reformar de manera prioritaria es su marco regulatorio. Vivimos instalados en un exceso normativo alarmante, probablemente debido a una baja confiabilidad institucional: entre 1976 y 2016 se han publicado más de 35.000 normas estatales y entre 2015 y 2017 el BOE publicó más de un millón de páginas. Hay quien considera, por el contrario, que la mala praxis es fruto de una verdadera incomprensión de los cambios tecnológicos: nuestros legisladores son fundamentalmente juristas, funcionarios del estado o profesores universitarios. En este sentido, parece prioritario incorporar expertos en innovación y nuevas tecnologías a los ámbitos de decisión pública. Otros hemos insistido en la gran capacidad de las élites (o la plebe) extractivas para capturar al regulador, cosa que comporta un número elevadísimo de barreras de entrada a la competencia contrarias al interés general. Pensemos en taxistas, notarios, farmacias, colegios profesionales... pero también en el sector energético y hotelero, en las telecomunicaciones y la distribución de carburantes e incluso en la falta de acceso al mercado de capitales más allá de los bancos.

Un gobierno comprometido con la digitalización, la innovación y la regulación eficiente, en lugar de optar por la tríada asfixiante prohibición-moratoria-tasa, colabora con las empresas y apuesta por la flexibilidad normativa

Me gustaría ejemplarizar esa muralla regulatoria a la innovación con tres ejemplos prácticos, uno por cada nivel jurisdiccional. A nivel estatal, una regulación energética disfuncional explica por qué empresas como Tesla, Volkswagen, Audi, Mercedes o Ford han instalado más de 90 supercargadores de vehículos eléctricos en autovías europeas pero ni uno en España. A nivel autonómico, Damià Calvet ha blindado el régimen de monopolio del taxi, expulsando a Uber y Cabify y cargando al consumidor un sobrecoste de 61,4 millones de euros anuales y un sobreprecio del 12.3%. A nivel municipal, Ada Colau ha querido abanderar una campaña legislativa contra las empresas digitales en ámbitos como el turismo o el hogar compartido. Entretanto, los ciudadanos de Palermo votarán en qué prefieren invertir los ingresos de la tasa turística recaudada por Airbnb y los gobiernos de Dinamarca y Estonia han firmado acuerdos con la plataforma para aprovechar la trazabilidad fiscal.

Un gobierno comprometido con la digitalización, la innovación y la regulación económica eficiente es aquel que, en vez de optar por la tríada asfixiante de la prohibición/moratoria/tasa, colabora con las empresas tecnológicas y apuesta por la flexibilidad normativa. Un concepto interesante es el del sandbox o laboratorio de pruebas para determinadas actividades económicas, como el desarrollo de drones, el uso de patinetes eléctricos o la implantación de las fintech. Estos espacios controlados y temporales de excepción regulatoria minimizan la inseguridad jurídica para las nuevas innovaciones, permiten evaluar su aplicación práctica y ayudan a mejorar el contexto regulatorio a partir de la experimentación y la evaluación continua.

Si queremos que Catalunya en general y Barcelona en particular sean abanderadas en la liga global de la movilidad urbana, el turismo sostenible o la gobernanza digital, tenemos que reorientar nuestra aproximación a la regulación de los mercados y las plataformas tecnológicas, aprovechando las oportunidades y minimizando los posibles riesgos. La innovación y la competencia tienen un impacto positivo en el crecimiento económico, el empleo, la productividad, el bienestar, la inversión, la igualdad de género y la movilidad social. En un contexto de triple cita electoral, los ciudadanos haríamos bien en situarlas en el centro del debate público.

Martí Jiménez-Mausbach es vicepresidente del think tank Col·lectiu Catalans Lliures