España estuvo a punto de estallar entre el 2014 y el 2017, pero el sistema superó el test de estrés. A trancas y barrancas, pero lo superó. En el 2014 abdicó el rey Juan Carlos I, es decir, el régimen del 78 convirtió al monarca en su banco tóxico, el contenedor de la corrupción excretada durante décadas de transición "modélica" y de "España va bien"; y ese mismo año irrumpió en el escenario electoral (primero en las europeas y ya el 2015 en las generales) el factor Podemos, el precipitado político de la revolución de los indignados del 2011. En el 2017, el movimiento independentista catalán, "la revolución de las sonrisas", transformó la energía acumulada en las gigantescas manifestaciones celebradas desde el 2012 en un referéndum, el del 1-O, que hizo temblar a España y también a media Europa, por más que ahora parezca que aquello moleste a algunos y algunas de los que fueron sus principales animadores y animadoras políticas.

Durante aquellos años, el sistema español, que va un poco más allá del poder duro que conocemos como deep state (Corona, judicatura, ejército, policías, alto funcionariado y aristocracia secular) y que incluye las terminales políticas, económicas y mediáticas, declaró la guerra a un fenómeno y al otro: a la izquierda desencantada del PSOE que, por primera vez, en lugar de abstenerse o votar testimonialismo (Izquierda Unida), impulsaba en las urnas una opción radical como ganadora, Podemos; y al independentismo catalán, que también por primera vez pasaba de ser una vía quizás sentimental pero electoralmente muy minoritaria a un movimiento de masas con posibilidades de ser hegemónico. Solo hay que recordar la virulencia de las campañas de la mediática ultraderecha madrileña contra Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero o la Operación Catalunya, orquestada desde el ministerio del Interior para decapitar el soberanismo catalán, para evidenciar hasta qué punto el sistema español recurrió a la artillería pesada para aplastar a los podemitas y los indepes. Las revelaciones de Villarejo, con los Pujol en el centro de la ofensiva, o el reciente portazo de Pedro Sánchez a la comisión Pegasus del Parlamento Europeo, no dejan de ser los últimos capítulos conocidos de aquella ruidosa cruzada.

Ahora bien. España, como sistema, todavía no ha ganado del todo las dos batallas de la década anterior, la de la doble irrupción de una izquierda indócil más allá del PSOE y de un catalanismo dispuesto a marcharse. Lo comentaba aquí hace unos días en relación con la batalla cultural que tiene la lengua catalana en el ojo del huracán y con la cual se pretende remachar el clavo de la despersonalización del país rebelde, una vez desactivado el independentismo con la represión del procés y las auto-renuncias del movimiento. Con respecto a la otra batalla, la de la disciplinación y ordenación del espacio electoral de la izquierda española, el sistema también avanza posiciones con claridad. Una vez expulsado Pablo Iglesias de la Moncloa, el sistema ha encontrado en Yolanda Díaz la perfecta aliada para dinamitar el legado de Podemos. Y por eso, Iglesias, el hombre que soñó con asaltar el cielo y se convirtió en el ángel caído de la izquierda española, es estos días un demonio enrabiado que suelta espumarajos en Twitter ante los movimientos de su heredera. Yolanda Díaz, patrocinada por Iglesias como nueva líder, amenaza con fagocitar electoralmente lo que fue Podemos, acepten o no acepten Irene Montero y Ione Belarra el liderazgo electoral y orgánico de la plataforma Sumar. Iglesias no puede ocultar que se equivocó con Díaz, como en su día no ocultaba Aznar que erró al designar a Rajoy como sucesor.

El ascenso de Yolanda Díaz supone cancelar la estrategia rupturista que un día abanderó Podemos, la que amenazaba el bipartidismo PSOE-PP y la monarquía

Al final, en el universo Podemos, Díaz encarna la victoria póstuma de las posiciones posibilistas y pragmáticas más próximas al entendimiento con el PSOE del Íñigo Errejón que rompió con Iglesias. Es importante señalarlo: más allá de los cainismos y las luchas personalistas típicas y tópicas de la izquierda, incluso de la más tibia (Felipe González-Alfonso-Guerra), el ascenso de Yolanda Díaz supone cancelar la estrategia rupturista que un día abanderó Podemos, la que amenazaba el bipartidismo PSOE-PP y la monarquía. Ese vector es crucial para mapear la España que viene. Esa era la estrategia que daba miedo en algunos consejos de administración que enseguida buscaron la alternativa con un "Podemos de derechas" —la fracasada opción Ciudadanos con Albert Rivera de la que Inés Arrimadas ya solo recogió las migajas. Una estrategia rupturista reconducida ahora, como máximo, a la batalla feminista del sí es sí y la ley trans sostenida por el núcleo duro de las mujeres de Podemos en la Moncloa, Montero y Belarra. También aquí Yolanda Díaz encarna la cara amable de la revolución feminista de Podemos, con una estética y unas maneras suaves más próximas a las de la mujer progre de clase media que a la feminista antisistema. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, rápidamente se ha apuntado al nuevo estilo que llega de Madrid, la línea Sumar: sabe que esta vez, la batalla municipal se juega por el centro, no por los extremos.

Colau rápidamente se ha apuntado al nuevo estilo que llega de Madrid, la línea Sumar: sabe que esta vez, la batalla municipal se juega por el centro, no por los extremos

El yolandismo, que después de los aplausos recogidos durante la moción de censura de Tamames hará su puesta de largo electoral el 2 de abril, es a la izquierda española lo que el gobierno Aragonès y la ERC postprocés al independentismo catalán. Es muy importante para Pedro Sánchez que Yolanda Díaz aguante el espacio de Podemos para poder articular un nuevo gobierno de coalición; como lo es un independentismo neutralizado —hoy ERC, pero mañana también podría ser Junts— que le pueda garantizar de nuevo una mayoría de investidura en el Congreso de los Diputados. En cualquier caso, incluso si Yolanda Díaz hiciera el sorpasso a Sánchez con que se ha llegado a especular, lo más importante es que gana la banca. Que la década revolucionaria con el núcleo de máxima incandescencia entre los años 14 y 17 de este siglo, cuando España estuvo a punto de petar entre la eclosión de Podemos y el envite del independentismo, ya será (un poco más) historia.