El director de una mutua de Tarragona abroncó a un paciente por el solo hecho de hablar en catalán y le exigió que lo hiciera en castellano si quería recibir atención médica. No estamos en el siglo XVII. Ni en 1939. Los hechos tuvieron lugar en 2020 y han trascendido ahora, cuando Plataforma per la Llengua ha obtenido el permiso de la víctima para hacer públicos los audios de la conversación. El caso se añade al del tristemente famoso vídeo de la joven enfermera del Hospital Vall d'Hebron en que reprueba el "puto C1 de catalán" con que la administración catalana intenta garantizar los derechos lingüísticos de la ciudadanía. La catalanofobia, en este caso en su vertiente lingüística, coloniza la sanidad a pasos gigantescos como se esparce en los patios de las escuelas como si estuviéramos en los años setenta, cuando, en la antesala de lo que después sería la inmersión lingüística, había barrios en los que algunos niños de familias castellanohablantes, seguramente espoleados por adultos ignorantes, o con miedo, amenazaban con apedrear a sus primeros maestros de catalán. ¿Miedo? Sí, miedo —o las ganas de tenerlo— "a que los catalanes nos echen". Es decir, la convicción o la sospecha, seguramente producto de un cierto autoodio, de desarraigo, o sentimiento de culpa, de que si un día pudieran, los catalanes autóctonos expulsarían de Catalunya a las personas migradas en masa desde Andalucía, Extremadura, Murcia o Galicia. Esta posición de rechazo a la catalanidad de una parte de los "de fuera" era aparentemente equivalente a la percepción de muchos catalanes "de siempre" de que su país estaba siendo invadido por riadas de "castellanos" ("charnegos") y toda su descendencia.

Todo ello era la doble expresión de un choque cultural y, por lo tanto, de poder. El poder, como nos enseñó Foucault, no está solo con los de arriba, está y opera en todas partes. Pero sucede que la simetría entre los unos y los otros, "els de fora i els de dins", era y es perversa. Mientras los unos, los que llegaban, tenían un estado detrás que, en muchos casos, los mataba de hambre en sus pueblos pero imponía la identidad de todos: "españoles", los que estaban "de sempre", como mucho podían aspirar a una autonomía reversible. Como se ha visto no hace mucho con el intento de romper el statu quo que supuso el procés.

Pues bien, estas dos percepciones de una parte de los recién llegados —que se referían a los autóctonos como "los catalanes"— y de los que ya estaban —que se veían asediados por los "castellans" / "espanyols"— eran hasta cierto punto lógicas en el contexto de la época. Cualquier antropólogo, sociólogo o historiador serio sabe que este tipo de choques o tensiones son habituales en sociedades receptoras de una ola migratoria como la que vivió Catalunya entre los años cincuenta y finales de los setenta. Y es fácil que estallen si, además, suele haber un conflicto político importante con una base cultural más o menos explícita: aquí, la dialéctica Catalunya-España con todas las cuentas pendientes.

La transición, con la recuperación de la democracia y el autogobierno —la Generalitat de Tarradellas y su despliegue con Pujol, sobre todo con Pujol— y, por descontado, las oportunidades de vivir mejor, de empezar o recomenzar, inhibieron el choque etnocultural y etnolingüístico entre las dos comunidades, los de "fuera" y los "de dentro". Un equilibrio seguramente bastante falso, frágil, pero en todo caso operativo, de un gran valor. Eso era la famosa "convivencia". La gente quería mirar adelante. La premisa inclusiva de la "Catalunya, un sol poble" del PSUC o la divisa pujoliana del "Som sis milions"; en definitiva, de Catalunya como nuevo inicio para todo el mundo, para los venidos de fuera, pero también para los que ya estaban, evitó que estallara la bomba cultural y lingüística en los años setenta en muchos barrios y ciudades. Sobre esta base, con todas las luces y sombras, se construyó —se ha construido— un vivir en común en el que la gente ha preguntado menos de dónde viene cada uno que hacia dónde va, menos por los orígenes y más por el futuro compartido. O, respetuosamente, no ha preguntado nada más de lo necesario, que también es una manera de convivir y compartir.

En este marco, y con la inmersión lingüística, se recatalanizó la escuela pública, castellanizada por el franquismo, y, a partir de aquí, el grueso de la sociedad. Cuando menos, durante la etapa de la alianza cultural implícitamente compartida entre el pujolismo y la izquierda, el PSUC y el PSC-PSOE —el partido mayoritario de los migrantes españoles— fue posible que la mayoría de la población con orígenes en la emigración española aceptara la catalanidad, con más o menos intensidad, como un activo de futuro para sus hijos. O almenos no se mostrara —insisto, en general— hostil. La pax catalana, esa especie de compromiso histórico cuando menos implícito entre "els de fora i els de dins" funcionó bastante bien durante mucho tiempo, pero ahora, cuarenta o cincuenta años después, es una historia, un relato, que parece importar a muy pocos. Que molesta.

Para muchos, todo eso es una historia por olvidar que empieza a ser incómoda. Ahora se lleva más el "¿perdona?" de los camareros que se ofenden en la Rambla cuando les pides en catalán el café que pagarás porque unos han ganado y otros han/hemos perdido, no nos engañemos. No es solo la pereza, o la globalización, o el desprestigio de la lengua catalana asociado a la visión de una Catalunya que ya no es lo que era, una visión interesada pero favorecida por la mediocridad y la falta de referentes y liderazgos colectivos que, sin duda, impera en muchos ámbitos. La pancarta bilingüe de la Kings League de Gerard Piqué con el catalán como segundo idioma escrito con tinta casi invisible se erige como metáfora de esa deriva. Mucho peor que el naufragio; es la deriva hacia el país finalmente invisible, desvanecido, diluido, mudo; que está, que se intuye, pero como si no estuviera.

La renovada campaña de ridiculización, folklorización y estigmatización de la lengua catalana, en escuelas, hospitales o terrazas de restaurantes, a menudo próxima al odio en estado puro, es el pago, la vuelta, por el 'procés'. Y convendría pararla.

El país que quieren invisible es el tuyo, te llames como te llames y hables en la lengua que hables. La renovada campaña de ridiculización, folklorización y estigmatización de la lengua catalana, en escuelas, hospitales o terrazas de restaurantes, a menudo próxima al odio en estado puro, es el pago, la vuelta, por el procés. Y convendría pararla. Como los catalanes indepes han querido hacer la independencia, los no indepes tienen derecho a no respetarlos, empezando por su lengua. Esta es ahora la ecuación que imponen los vencedores. Los aparatos de inteligencia del estado español fueron incapaces de detectar las urnas del referéndum del 1 de Octubre. El miedo al ridículo fue monumental y la violencia policial y la posterior represión judicial, que dura hasta hoy, la única respuesta. Desde esta vertiente, el procés, que no fue un movimiento identitario o quizás precisamente por eso, supuso una derrota política y simbólica de España en toda regla. Una parte de lo que se está conociendo estos días sobre la llamada Operación Catalunya tiene que ver con todo ello. Si España —es decir, si la mentalidad política, cultural y de estado hegemónica en España, muy anticatalana— perdiera ahora la guerra cultural que ha reactivado contra Catalunya después del procés, lo perdería todo. La enfermera, y el médico de la mutua, y el camarero empoderados de catalanofobia y menosprecio al otro están en guerra. Decía el militar y pensador prusiano Von Clausewitz que la guerra es una manera de continuar la política por otros medios.