Parece que la diferencia esencial entre el PSOE y PP-Vox es que con unos se puede dialogar y con los otros no. Los primeros, con todos sus límites y contradicciones, todavía reconocen que al otro lado hay interlocutores; los segundos tratan al independentismo como al enemigo: son unos fachas, con su desprecio a la lengua y todo lo demás. Todo eso es cierto. Ahora bien: lo que realmente hay que entender es que, incluso si PP y Vox llegan al poder, la situación del Estado de derecho en España ya ha cambiado, ya ha entrado en crisis. El daño de fondo ya está hecho, porque todo el mundo sabe que el pacto democrático se rompió en 2017. 

Ese año, el Estado de derecho en España dejó de funcionar. La represión policial del 1 de octubre, el encarcelamiento de dirigentes políticos, el exilio forzado, el uso arbitrario de la Fiscalía y de un Tribunal Supremo convertido en instrumento político supusieron el fin de una etapa. La Constitución española, que se había presentado como el marco común de convivencia, dejó de serlo. Perdió su función de punto de encuentro y se convirtió en un instrumento de sumisión. 

Desde entonces, el Estado de derecho no es una garantía, sino una coartada. Ni siquiera el PSOE (que fue cómplice de aquella represión) puede confiar en él. La maquinaria que se activó contra el independentismo ya no depende de ninguna mayoría política concreta, sino de un aparato judicial y policial fuera de todo control democrático. No es que la democracia española se haya erosionado: es que ha fracasado. Solo podría recomponerse empezando de nuevo, redefiniendo de verdad qué significa soberanía popular, separación de poderes, plurinacionalidad y derechos civiles. Pero está claro que nadie quiere hacerlo. 

Hay quien advierte que, si gobiernan PP y Vox, podrían ilegalizar partidos o asociaciones. Pero hay que decirlo claro: eso ya ha ocurrido. El independentismo fue ilegalizado “de facto” hace ocho años. Se fabricaron informes falsos, se instruyeron procesos sin base jurídica, se encarcelaron líderes por sus ideas y se suspendió la autonomía con un artículo 155 aplicado como solución final siempre disponible. El derecho a defender un proyecto político pacífico (el derecho a querer la independencia) solo se admite ahora a condición de que sea simbólico, siempre que se prometa “no volver a hacerlo”. Ellos, en cambio, pueden “volver a hacerlo” siempre que quieran. Esto no es un pacto constitucional: es una rendición vigilada

Si ahora gobiernan PP y Vox, no será un retorno al pasado, sino la simple continuación de un camino que ya empezamos a recorrer en 2017

Los exiliados siguen sin poder regresar, se pueden espiar los móviles de los dirigentes independentistas sin consecuencias, se puede intervenir la Generalitat o los ayuntamientos con cualquier pretexto y los tribunales pueden anular leyes votadas por el Parlament de Catalunya con una arbitrariedad insultante. El catalán ya no está protegido en la escuela porque algunos jueces así lo deciden, y la financiación autonómica sigue siendo un expolio institucionalizado. Ante esto, la pregunta es inevitable: ¿qué regresión más se puede vivir que la que ya hemos vivido? ¿Recordamos a Pedro Sánchez votando a favor del 155, como Rajoy, o ya lo hemos olvidado? No, no es lo mismo el PP que el PSOE, de acuerdo: pero da igual, lo que es lo mismo es lo que se rompió en 2017, y parece del todo irreparable. 

Porque cuando un Estado llega a ese punto, el cambio de gobierno ya no altera su naturaleza profunda. Pueden cambiar las formas, el lenguaje, la cortesía parlamentaria o la estética de los pactos. Pero el fondo (la estructura que decide quién puede ejercer el poder y quién solo puede obedecer) sigue intacto. El PSOE puede usar palabras más amables, pero el engranaje represivo sigue girando con la misma fuerza

Por eso, si ahora gobiernan PP y Vox, no será un retorno al pasado, sino la simple continuación de un camino que ya empezamos a recorrer en 2017. El Estado que permite encarcelar a adversarios políticos, fabricar pruebas falsas o espiar a ciudadanos por sus ideas ya ha perdido su legitimidad. La democracia no puede sobrevivir a esta corrupción estructural de los poderes del Estado: la formal sí, la real no. Como el diálogo, que puede ser formal pero también una estafa. 

El problema no es quién manda en la Moncloa. El problema es que el sistema se ha convertido en una cáscara vacía, incapaz de garantizar justicia, libertad, igualdad o pacto territorial. Y eso no se resuelve con alternancias, sino devolviendo la soberanía a los ciudadanos y no a las togas o a las cloacas. Hasta que eso no ocurra, hasta que no exista una mínima garantía de que ellos no “lo volverían a hacer” porque se haya alcanzado un consenso democrático renovado, España podrá cambiar de gobierno, pero seguirá siendo una jaula oxidada. A nuestros efectos, pues, el daño ya está hecho.