Diría que la generación menos receptiva y menos curiosa en términos espirituales es la que vivió la crudeza del nacionalcatolicismo, sobre todo en la escuela. Los catalanes que tienen entre sesenta y ochenta años —más o menos— vivieron una religiosidad impuesta que hoy les impide relacionarse con ella desde los grises: la adhesión es absoluta o no es. De entre quienes no están adheridos, la única vía para relacionarse con la idea de Dios es la del trauma: el cura baboso que nunca pagó por lo que había hecho, la monja malhumorada, los castigos físicos como método para redirigir a la oveja descarriada, las heridas familiares de la Guerra Civil como herencia sentimental, la repetición, las normas y el miedo por costumbre. La identificación absoluta entre la fe y el estreñimiento de la libertad de entonces vivida en primera persona hizo que una —o dos— generaciones de catalanes abjuraran masivamente de la posibilidad de creer en lo sobrenatural. Pero el fenómeno no quedó petrificado en aquel momento histórico, porque las cicatrices nunca han sido curadas del todo.
Ahora que se habla de un cierto rebrotar espiritual, pienso en quienes todavía arrastran las secuelas de su infancia. Pienso en ellos desde la sospecha de que la imposibilidad de reconciliarse con la idea de Dios les debe imposibilitar, también, de entender la búsqueda espiritual de las generaciones que vienen por debajo. Haber vivido a Dios como una verdad incuestionable impide entender que otros, cuestionándose, puedan llegar a Dios. Mi generación ha podido discernir hasta qué punto la duda sin resignación es un hilo conductor hacia cosas más grandes, porque permite que la búsqueda de lo divino sea un camino personal en primer lugar. Indagar en la vida interior con libertad nos ha religado con quien es Creador porque nos ha hecho conscientes de que fue Él, de entrada, quien nos hizo libres para escoger. Siguiendo esta estela, la institución ha servido a muchos católicos de mi generación de compañía más que de carcelera, y se nos ha descubierto como un lugar más amable de lo que nos dictaban los prejuicios.
Haber vivido a Dios como una verdad incuestionable impide entender que otros, cuestionándose, puedan llegar a Dios
Hace cosa de un par de semanas, mi suegra me dejó curiosear sus apuntes de religión de cuando era niña con la intención de que comprendiera hasta qué punto su rebote estaba justificado. Aquellas páginas eran la muestra física del peor método para descubrir la trascendencia a un preadolescente. De hecho, cuesta mucho creer que alguien considerara honestamente que hacer copiar los diez mandamientos o el catecismo a un niño serviría para nutrir la espiritualidad de alma alguna. Aquellas páginas eran otra cosa: eran la experiencia personal de la invalidación del criterio propio, de la oración como ejercicio vacío e insustancial, de la doctrina como coacción y de la presencia de Dios como chantaje. Me da la sensación de que hay católicos que desestiman estas experiencias con un gesto de disgusto, con un “la Iglesia es santa, pero es humana” concluyente, porque ponen en cuestión su propia experiencia de la fe. Pero del mismo modo que muchos hoy podemos creer en Dios porque en el lugar indicado y en el momento indicado alguien nos escuchó, y nos acogió, y nos tendió una mano cuando más lo necesitábamos, ofreciéndonos a Dios como posibilidad reveladora; en un lugar y en un momento concretos no tan remotos, a muchos catalanes les sucedió en propia piel lo contrario.
Invalidar sus heridas nos niega información de la institución de la que formamos parte y, además, nos priva de adquirir las herramientas idóneas para estar en el mundo como católicos en el contexto social que nos ha tocado. Constatar qué métodos han sido contraproducentes para hacer perdurar el mensaje que nos mueve es la manera de separar el grano de la paja, de constatar qué métodos sí pueden ser útiles para hacernos entender, y de advertir cuáles son los peligros de no respetar la libertad individual que Dios nos ha concedido como hijos que somos. Nadie ha resuelto nunca muchas cosas haciéndose el desentendido, y permanecer voluntariamente en el limbo es el antónimo de la disponibilidad —o el apostolado— que la fe nos exige. Tendemos a enclaustrarnos en ambientes que hacen de caja de reverberación, sin adivinar que, en entornos hostiles, nosotros también podemos ser quienes escucha, quien acoge, y quien alarga la mano a quien ya tenía claro que todo aquello no iba con él.