Hay quien quizás se sorprenderá, pero en el mundo hay países de mayoría musulmana donde se prohíbe ir por la calle con la cara tapada, con un burka o un niqab, y, con un poco de suerte, puedes encontrarte un cartel en catalán en un puesto donde venden recuerdos para los turistas. No es un fake. Ni una cosa ni la otra. Doy fe. Lo he podido comprobar en un reciente viaje al país de los uzbekos, donde, por descontado, he visitado las impresionantes madrasas, mausoleos y mezquitas de cúpulas azules de las míticas ciudades de la gran ruta de la seda, Samarcanda, Bujará y Khiva. También, Taskent, la capital, ciudad de urbanismo soviético —Uzbekistán fue una república de la URSS hasta 1991— de amplias avenidas y grandes parques arbolados y que es la mayor ciudad del Asia central, prácticamente a medio camino entre Estambul y Pekín. Aunque Uzbekistán sea una democracia de cartón piedra —el excomunista Islom Karímov, el primer presidente de la independencia y último de la república soviética ganó todas las elecciones hasta su muerte, en el 2016, con el 80-90% de los votos— es un país seguro y digno donde la maternidad se favorece con dos años de permiso y la mayoría de la gente conduce un Chevrolet de fabricación nacional.

"¡Me quedaría a vivir!", me decía alguien. ¿En Uzbekistán? ¿En serio? ¿No será un ataque de romanticismo? Y, ciertamente, me pregunto si mis impresiones de turista occidental sobre el remoto país asiático no adolecen de un sesgo demasiado eurocéntrico o idealista. Un indicio lo tenemos en la percepción sobre la relación de Uzbekistán con la URSS y el mundo ruso, que ya invadió en el siglo XIX los antiguos kanatos (Khiva, Bujará, Kokand), bombardeados y ocupados a sangre y fuego por los sóviets después de la Revolución de Octubre de 1917. A pesar de eso, y que se cargaron el mar de Aral con la sobreexplotación del riego para cumplir con la planificación soviética de la cosecha de algodón, se nota que los rusos, o sea, la civilización, estuvieron aquí durante muchos años, me comentaba un compañero de viaje que leía la edición digital del diario ABC. También me pregunto si no estoy demasiado sugestionado por la idea de encontrar una vía en que la práctica del Islam sea compatible con el catálogo de valores universales, de raíz europea, ciertamente, arrasados cada día más en más lugares de un mundo entregado al autoritarismo, político, económico, tecnológicos. Pero lo cierto es que Uzbekistán, un país muy lejano y periférico en el circuito global, puede dar algunas lecciones sobre cómo las naciones pequeñas pueden sobrevivir y gestionarse en medio de gigantes incontrolados. Entre salvajes Polifemos y sin un Odiseo/Ulises que les clave la estaca en el único ojo que tienen y con el cual nos miran.

Pensaba en todo ello a la vuelta, con la cita de la Diada nacional del 11 de Septiembre en puertas. Los uzbekos celebraron el 1 de septiembre pasado su día de la independencia con un concierto del tenor italiano Andrea Bocelli en la monumental plaza del Registán, icono de Samarcanda y patrimonio de la Humanidad. Los catalanes, ocho años después del momento álgido del procés, no celebrarán la independencia, que no fue, pero dudo que celebren la autonomía o su penosa reconstrucción. Es evidente que no habrá un millón de personas en la manifestación en el centro de Barcelona, como tampoco hay colas en los puestos de la ANC donde personas de buena fe y comprometidas con el país siguen vendiendo la camiseta oficial de la Diada. Y es muy difícil que después de las frustraciones del procés, el independentismo aplauda a unos líderes que, a pesar de haber sufrido prisión y exilio por haber puesto unas urnas en la calle, vuelven ahora a negociar un autogobierno en el marco autonómico español (financiación, infraestructuras, gestión de la inmigración para todos), entre incumplimientos democráticamente indecentes (amnistía) y sin garantías de nada (porque todo depende de Pedro Sánchez). Pero en el viaje a Itaca —he acabado de leer la Odisea en el avión, volviendo de Uzbekistán— conviene no perder nunca la brújula, la orientación: me juego algo que si mañana hubiera urnas para decidir democráticamente y con plenas garantías el futuro político de Catalunya en relación con España, las calles se volverían a llenar como en las megamanifestaciones del ahora tan denostado procés.

Los catalanes, ocho años después del momento álgido del 'procés', no celebrarán la independencia, que no fue, pero dudo de que celebren la autonomía o su penosa reconstrucción

En Uzbekistán, los idiomas oficiales son el uzbeko y el ruso. En las escuelas, la lengua normal es el uzbeko, escrito en alfabeto latino, como el turco, idioma con el cual comparte familia lingüística. El ruso se enseña en una línea aparte para los alumnos que lo desean. Este agosto, un pequeño cartel en catalán en un puesto donde vendían ropa y pañuelos de seda en Bujará, instalado en el patio de una antigua madrasa o escuela coránica, que di a conocer en la red X, provocó una reacción de simpatía y victoria en mucha gente, además de lógica incredulidad, y puso en alerta el supremacismo españolista de siempre, últimamente crecido en su cruzada permanente contra la lengua catalana. De acuerdo, una (feliz) anécdota. Pero suficiente para reactivar la pasión por el país y su lengua propia y sacar de quicio a los que la querrían muerta y enterrada. A veces hay que ir a Uzbekistán para que te atiendan en catalán — “Productes de seda i llana assequibles, d’alta qualitat i bonics”, rezaba el cartelito (hay quien pensó que la imagen era falsa o quien atribuyó directamente la autoría a servidor)— para darte cuenta de dónde estamos y dónde podríamos estar. A veces conviene pasar de aquel "el món ens mira" a "mirar (de nou) el món".

Feliz Diada.