De un tiempo a esta parte todos hablan de la necesaria unidad, la unidad del independentismo, claro está. Es un mantra. Como derviches. Un observador imparcial —también los mismos independentistas si fueran sinceros o abandonaran el pensamiento mágico— diría que estamos más lejos que nunca de la unidad.

Como la unidad es un sueño, no abarcarla ocurre una pesadilla. Un sueño es la independencia, no los medios para llegar. Mientras se habla de unidad, sin embargo, no se habla de política, de política para hacer posible la conjugación de democracia, prosperidad e independencia. No es un reto nada fácil, pero es lo único que legitima el independentismo.

Dicho esto, ¿es malo que no se encuentren los puentes sólidos, no meramente figurativos, para construir la unidad? Hay respuestas para todos los gustos, pero las energías perdidas en intentos, tan serios como hipócritas, por hacer la simbólica cumbre de la unidad dañan el capital político del independentismo.

Aparte de una división poco señalada, aunque obvia, entre derechas e izquierdas independentistas —la omisión puede ser hija de otro imaginario, el del oasis catalán—, la realidad la muestran los resultados electorales. En efecto, dejando de lado las escasas diferencias con las elecciones europeas, la hegemonía electoral nacional en el 2019 ha situado ERC al frente de las fuerzas independentistas. En cambio, en el mundo local la realidad convergente, en buena medida en el PDCat, aunque concurriendo bajo la marca de JxCat, se impone en número de alcaldías; y la realidad unionista y vagamente socialdemócrata del PSC se enquista, especialmente en muchas de las grandes áreas urbanas, con el apéndice de Podem.

Qué ha pasado como consecuencia de los encuentros electorales que el mundo convergente, muy fuerte municipalmente todavía, ha pactado como ha preferido para conservar o ganar poder local pactando con quién fuera, como por ejemplo, dando la presidencia de la Diputación de Barcelona al PSC a cambio de una vicepresidencia.

Por el contrario, después de las elecciones del 10-N, ERC ha optado por una política de más vuelo: apuntalar el gobierno de Sánchez si este pone en marcha un diálogo verdadero. Opción fuertemente criticada por JxCat, no tanto por el PDCat.

Mutuas invectivas aparte, lo que queda claro son dos características de la situación actual. Por una parte, quien pierde bastante en el tablero estatal, JxCat, adopta una posición más crítica con respecto a la política actual de diálogo de ERC, a pesar de declararse campeón del diálogo. De la otra, como sabemos gracias a los infografistas —con los caricaturistas, los nuevos portadores de información punzante— el universo de la marca JxCat es un universo diverso, con muchas familias de dispar obediencia, con personalidades muy influyentes que mantienen relaciones personales con otras personalidades o con familias que tienen entre ellas algunos puntos de contacto: un poliedro asimétrico, por así decirlo. Es un mundo que el líder Puigdemont, hoy por hoy, no tiene fácil de controlar.

Esta semana, con la retirada injustamente obligatoria del acta de diputado al president Torra, parece que la bomba ha estallado finalmente. Aunque en política las previsiones son lo bastante inútiles y la política catalana de hoy día se acercan mucho a la pérdida de tiempo, diría que ha sido un estallido querido y controlado. Con una gestión muy miserable por parte de todos, sin embargo, al fin y al cabo, es un estallido que, diría, convenía a todos.

No parece que más allá del orgullo de perder el acta de diputado —escaño que no se cubrirá porque numéricamente es irrelevante—, los daños no sean soportables, y más con la vista puesta en el puerto electoral. Ya dije hace unos días que lo importante era preservar la Presidencia de la Generalitat, hoy, en la persona de Quim Torra, hecho que a pesar de fanfarronerías fuera de lugar nadie serio discute hoy, ni el gobierno de Sánchez.

Pero aquí no hay ni buenos ni malos; o más exactamente, nadie tiene un historial impoluto, sin manchas políticas, quién más quién menos tiene una buena colección de cadáveres y de pecados más bien mortales. Pero dicho esto, los partidos políticos que quieren consultar sus posiciones, quieren avanzar más o no quieren retroceder más. Pretender que partidos que compiten encarnizadamente en la arena electoral depongan sus estrategias para hacer ver que comparten un mismo ideario es más una vana pretensión, es más: es un fraude a la ciudadanía. Basta de gato por liebre.

La única forma en democracia de dirimir las diferencias son las elecciones. Sin embargo las elecciones no hacen milagros. La sociedad se encuentra sanamente fragmentada en varias opciones. No se tienen que avistar, pues, grandes cambios (olvidadas ya las mayorías absolutas). Cambio de hegemonía seguramente, pero poco más. Cosa que no es poco, si no se pierde la relativa mayoría actual.

Confrontación, incluso dura, no quiere decir denigración de los oponentes. Invitaría a borrar del vocabulario político expresiones como, por ejemplo, vendido o traidor, referidas a los que piensan el contrario del que las profiere. Primero, porque es mentira; y segundo porque recuerda demasiado el lenguaje de algunos especímenes que han masacrado a esta nación y que se deshacen por volver a hacerlo.