Leí, hace un par de días, en este diario, que Podemos proclamaba, muy satisfecho, que tumbaría la delegación de competencias en inmigración a Catalunya. Decía el comunicado: "nos opondremos a esta ley racista". Como bien sabemos, las mayorías actuales en el Congreso español son tan frágiles que un solo 'no' del bando del gobierno implica el fin de cualquier proyecto. Todo apunta, pues, a que tampoco habrá delegación en inmigración (la lista de los 'tampocos' empieza a estirarse peligrosamente). Justo esta mañana, leo, también aquí, que el canciller alemán, Friedrich Merz, después de reunirse con Sánchez, se mantenía firme a la hora de no apoyar la oficialidad del catalán en la UE. Es decir, también la tumbará, ya que, para aprobarla, hace falta, no una mayoría, sino la unanimidad. Nos ha dejado, sin embargo, Merz, unas migajas de esperanza: tal vez la inteligencia artificial (IA), dice, erradicará el problema de la torre de babel lingüística de la UE. Cuando ya no hagan falta traductores humanos, ya nos plantearemos si el catalán entra. Cada vez tengo más la sensación de que no es que estemos depositando excesivas esperanzas en la IA, sino que hemos descubierto (lo ha hecho ya, por ejemplo, Merz) que puede ser utilizada como argumento político para eludir cuestiones políticas más o menos molestas y dar una patada hacia adelante: "es demasiado complejo abordarlo humanamente, ya lo hará la IA". En la guerra ya ha pasado: ya no la hacen personas, sino los drones.
Mirándolo bien, ya estamos acostumbrados, los catalanes, a que nos tumben las cosas, empezando por las instituciones: ¿recordáis el Decreto de Nueva Planta de Felipe V (corría el año 1716), la derogación del Estatut por Franco (aquí saltamos hasta 1938) o el 155 (sí, el de 2017)? De hecho, los estatuts ya nos los han tumbado un par de veces antes incluso de que llegaran a nacer: el de Núria de 1932 (el que tumbó Franco) ya lo habían tumbado (recortado, para ser precisos) antes los republicanos en el Congreso español, en un majestuoso preludio de los dos grandes recortes (uno también del Congreso y el otro del Constitucional) a los que sería sometido, ya en tiempos más recientes, el estatut de 2006, la madre del cordero de donde estamos ahora.
Pero me quiero referir, hoy, a cómo nos tumban, también, las cosas 'pequeñas'. La amnistía, por ejemplo, la guinda del pacto que sostiene al actual Gobierno, la están tumbando bastante los tribunales españoles. No les gusta. Ya he hablado del tema otras veces. La autonomía del Parlament catalán la tumbó, repetidas veces, el Tribunal Constitucional en los tiempos más intensos, y ya remotos, del procés: ¡no le permitía, ni siquiera, reunirse, deliberar o elegir a un president de la Generalitat! ¡Pero esto qué es! El Constitucional es el gran maestro, dicho sea de paso, de tumbarnos las cosas: miremos, si no, las leyes de vivienda. ¡Y tantas otras! No ha sido inmune a los tumbos, tampoco, la competencia de las instituciones catalanas para regular el catalán en las escuelas: esto nos lo está tumbando, en un prolongado toma y daca entre el legislativo catalán y el judicial, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya: se ha empeñado en que haya, en las escuelas, y en contra de la voluntad de quien debería decidirlo (el Parlament), un mínimo del 25% de castellano. Por cierto, nota al margen: ¿nadie le ha dicho que el porcentaje real de uso del castellano ya es, en la realidad escolar, mucho más alto?
Poder para aprobar normas y emprender proyectos no tenemos mucho, eso es cierto, pero para tumbar cosas, nos sobra. ¿Os suena la aritmética parlamentaria?
Ya lo tenemos, esto, los catalanes, de hacernos los mártires. Siempre nos quejamos de los demás. Aquí me quejo, por ejemplo, ¡de que nos lo tumban siempre todo! Pero mirémonos también el ombligo: nosotros mismos, cuando no nos lo tumban otros, no vacilamos ni un instante en 'autotumbarnos' los proyectos. ¿Sería excesivo, aquí, poner el ejemplo de octubre de 2017? ¿O no? En cualquier caso, uno de los rasgos más marcados del processisme catalán radica en hasta qué punto sus principales protagonistas políticos se miran más entre sí, de reojo, para ver qué pueden tumbarle al otro (cómo pueden ponerle la zancadilla), que hacia adelante para ver qué se puede hacer, conjuntamente, para un supuesto proyecto común, del que se habla más que se actúa. Es este, seguramente, el único motivo por el que puede ser positivo que, por un tiempo, la Generalitat sea gestionada desde fuera.
Pero tampoco nos autoflagelemos en exceso: la mayoría de los mamporros nos llegan de fuera. ¿Cuál será la próxima competencia, proyecto o institución que nos tumbarán? Es difícil de predecir. ¡Qué nervios! ¡Qué expectación! Me juego tres guisantes a que en un par de semanas, como mucho, saldremos de dudas. También diré, no obstante, que quizás ya basta de ser siempre los tumbados. Dejemos por una vez, por unos instantes, de ser los pagafantas de todo el mundo. ¿Por qué no les tumbamos algo a ellos? Poder para aprobar normas y emprender proyectos no tenemos mucho, eso es cierto, pero para tumbar cosas, nos sobra. ¿Os suena la aritmética parlamentaria? Cosas susceptibles de ser tumbadas hay un sinfín: leyes, gobiernos… Pero, claro, esto es ya la política. Demasiado complicada para meterse. Quizás nos lo resolverá, en un futuro, como dice Merz, la inteligencia artificial. Mientras tanto, esperemos. Observemos este fabuloso espectáculo. Que de masoquismo también sabemos un montón.