En los últimos meses, la escena política española ha sido testigo de un proceso alarmante: el progresivo desmantelamiento de las garantías institucionales que deben sostener cualquier democracia que merezca tal nombre. Lo que ha comenzado a revelarse en torno al “caso Santos” —pieza clave del aparato socialista— y del “caso Fiscal General”, es solo la punta del iceberg de un sistema que, en nombre de la gobernabilidad y blandiendo el miedo a la llegada de la derecha, ha convertido la maquinaria del Estado en una prolongación del partido. No del PSOE como organización histórica, plural y necesaria, sino del sanchismo, una versión personalista y autoritaria de aquel.

Lo preocupante no es solo lo que comienza a saberse sobre reuniones clandestinas, favores, tramas empresariales, lobbies ocultos y cloacas, sino la forma en que se ha articulado una defensa cerrada, agresiva y destructiva contra cualquiera que ose disentir o cumplir con su deber. Eso es precisamente lo que ha estado ocurriendo, entre otros, con el juez Ángel Hurtado.

Conozco a Ángel Hurtado desde hace más de dos décadas. Hemos mantenido, en numerosas ocasiones, profundas discrepancias jurídicas. Algunas fueron intensas, pero siempre dentro del marco del respeto mutuo, sustentado tanto en la función judicial como en el derecho de defensa. Jamás esas diferencias traspasaron el ámbito del debate jurídico, mucho menos llegaron al plano personal; estas discrepancias ocurrieron, entre otros procedimientos, respecto del caso Gürtel. En democracia, disentir no es una amenaza: es la base del pluralismo. Sin embargo, la campaña desatada en su contra supera con creces los límites tolerables, pero sirve de ejemplo de cómo se ha estado y está operando.

Desde que se supo que Hurtado estaba dispuesto a instruir con independencia una causa de gran sensibilidad política, se ha orquestado contra él una ofensiva mediática concertada, despiadada y profundamente nociva. Medios de comunicación que antes se reivindicaban, a pesar de todo, como espacios de crítica al poder, han adoptado el papel de portavoces del sanchismo. Repiten el argumentario de la Moncloa, ridiculizan resoluciones judiciales, inventan conexiones, deslegitiman a compañeros de profesión y atribuyen intenciones sin la más mínima base probatoria. La consigna es clara: eliminar al mensajero, demoler su credibilidad, desacreditar su independencia, destruir su reputación e ideologizarle a conveniencia. Lo mismo que hicieron antes con el independentismo catalán, con quienes lo apoyan y con quienes somos sus abogados.

No se trata de una reacción circunstancial. Es una estrategia calculada de demolición institucional, es fascismo para combatir al fascismo. Lo que está en juego no es solo la honra de un juez, sino la posibilidad de que existan jueces verdaderamente independientes. El aparato del sanchismo no tolera que alguien no responda al teléfono de la Moncloa. Y su solución, por tanto, es eliminar cualquier foco de autonomía.

En el epicentro de esta operación político-mediática se sitúa la defensa irracional del Fiscal General del Estado. Una defensa que no parte del análisis sereno de los hechos —no refutados—, sino de la necesidad de blindar a quien se ha convertido en el vértice de una maquinaria de control institucional sin precedentes. Una defensa que niega incluso la evidencia documental y que ha provocado una fractura profunda en el tejido institucional del estado.

García Ortiz, lejos de actuar como garante de la legalidad, se ha transformado en un escudo político y brazo ejecutor de oscuras maniobras político-judiciales —parte esencial de la actividad de las nuevas cloacas y que poco a poco vamos descubriendo.

Una democracia no se destruye de forma repentina. Se vacía gradualmente. Se convierte en una carcasa hueca, en un decorado que finge pluralismo mientras se ahoga la crítica

Las reformas legales impulsadas por el Gobierno en los últimos meses —y sobre las que he venido advirtiendo desde hace ya tiempo en esta misma tribuna— adquieren ahora pleno sentido: no responden a una voluntad democratizadora ni modernizadora del sistema, sino a un plan para consolidar un poder sin contrapesos.

La limitación —cuando no eliminación— de la acusación popular tiene un objetivo evidente: silenciar a quienes se atrevan a investigar aquello que la Fiscalía no quiere abordar. Con la acusación popular diluida, la Fiscalía queda como única titular de la acción penal y, en el contexto actual, eso equivale a entregar la llave del sistema a quien actúa como comisario político.

A ello se suma la reforma del acceso a la carrera judicial. En lugar de promover un sistema meritocrático, descentralizado, confederal, de evaluación continua e independiente, se encamina hacia un modelo de selección política, camuflado de inclusividad. Se busca un cuerpo judicial domesticado, conformado por perfiles dóciles, moldeables, agradecidos pero ajenos a toda tradición crítica. Un Poder Judicial sin rebeldía, sin autonomía, sin conciencia y, además, sin formación rigurosa y debidamente contrastada.

Al mismo tiempo, la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal otorgaría al Ejecutivo un control aún más directo y capilar sobre una Fiscalía ya descompuesta por la gestión de su actual máximo titular. Bajo la apariencia de una mejora técnica, se está configurando una estructura jerárquica extrema, sin posibilidad de disenso interno, donde los fiscales críticos serán marginados y los leales recompensados.

Como remate, una Ley de medios que realmente no pretende la transposición de la Legislación europea al ordenamiento interno —que no es necesaria porque es automática—, sino un control efectivo de los medios de comunicación con importantes armas represivas de forma que resulten suficientemente disuasorias para quienes pretendan cumplir con el mandato constitucional de dar información veraz.

En este contexto, el caso del fiscal anticorrupción José Grinda adquiere una nueva dimensión. Fiscal de trayectoria polémica pero que denunció un intento de soborno. Y, sin embargo, la Fiscalía General no ha hecho absolutamente nada por investigar el hecho. El silencio de la cúpula fiscal ante un acontecimiento de tal gravedad revela hasta qué punto se han alterado las prioridades: ya no se persiguen delitos, se protege a los aliados, se ocultan los escándalos, se reprime opositores y enemigos.

Lo más revelador es que, de no haber existido esa denuncia, jamás habríamos sabido de ese intento de soborno. Y eso lo dice todo. No hay voluntad de investigar, ni siquiera de informar a la vista del estruendoso silencio mediático que recae sobre este caso. Se ha perdido la vocación de servicio público y se ha renunciado a toda ejemplaridad. El mensaje es devastador: cualquiera puede intentar sobornar a un fiscal. A veces funcionará, a veces no, pero, en cualquier caso, quien lo intente, si está en la cloaca correcta, sabe que no le investigarán.

Una democracia puede resistir a gobiernos incompetentes, incluso a gobiernos corruptos. Pero no sobrevive cuando el poder decide reconfigurar el Estado a su imagen y semejanza. Cuando el poder deja de tener límites

La corrupción institucional no es solo el cobro de comisiones ilegales. También es la renuncia a los principios, el uso del cargo para proteger al poder, la indiferencia ante la verdad. Y ese es el perfil que define hoy a una parte esencial del aparato institucional en España, con las repercusiones que esto también tiene para Catalunya tal cual lo hemos visto y sufrido en los últimos siete años y podemos volver a ver si cambias las aritméticas parlamentarias.

Una democracia no se destruye de forma repentina. Se vacía gradualmente. Se convierte en una carcasa hueca, en un decorado que finge pluralismo mientras se ahoga la crítica. El problema no es la existencia de periodistas afines al Gobierno. El verdadero problema son aquellos que han renunciado a ejercer su función crítica, han dejado de contrastar, investigar e incomodar. Otros, directamente, se han instalado en el elogio constante y en la glorificación del liderazgo. Se han convertido en escuderos del relato oficial.

Han asumido el papel de correa de transmisión de un poder que desprecia la separación de poderes, que pretende instrumentalizar la justicia y que, a través de una maquinaria perfectamente engrasada, gobierna desde la arrogancia. Periodistas que señalan a jueces, que acusan sin pruebas, que difunden filtraciones interesadas como si fueran verdades absolutas o que niegan la existencia de informes cuya existencia luego se confirma. Un periodismo convertido en propaganda, en linchamiento, en herramienta de demolición, algo de lo que no pocos hemos sido víctimas en estos años de sanchismo.

Insisto: en este contexto, las reformas legales que promueve el Gobierno adquieren una dimensión aún más perturbadora. No son reformas: son operaciones de extirpación institucional. Se mutila la independencia judicial, se anestesia la Fiscalía, se silencia la acusación popular, se coloniza el periodismo y se compran líneas editoriales con suculentos fondos públicos sin control externo.

Estamos en un momento crítico. Porque una democracia puede resistir a gobiernos incompetentes, incluso a gobiernos corruptos. Pero no sobrevive cuando el poder decide reconfigurar el Estado a su imagen y semejanza. Cuando el poder deja de tener límites. Cuando se convierte en un fin en sí mismo.

Es urgente reaccionar. No para salvar a una persona o a un partido, sino para proteger el principio esencial de la democracia: que nadie esté por encima de la ley. Que el poder esté sometido al control. Que las instituciones conserven la autonomía necesaria para cumplir su función.

Porque cuando todo el poder se concentra en una sola mano, el siguiente paso es la arbitrariedad. Y de ahí a la autocracia solo hay un pequeño salto: el silencio de quienes pudieron hablar… y no lo hicieron, los convierte en cómplices o encubridores.