Después de la operación de marketing llevada a cabo por una conocida cadena de supermercados con ocasión de la cesta básica de la compra que auspició en un cuarto de hora la parte podemita del Gobierno, nos alcanza una nueva demostración de que la publicidad quiere condicionar nuestras vidas y moldea las almas menos resistentes. Los funerales de la reina Isabel II se han convertido en la mayor muestra de soft power practicada por un país en las últimas décadas. Ni Japón con su manga y su anime capilarizados sobre nuestra juventud, y no tan jóvenes, ha conseguido un lavado de imagen y una popularización de un estado como la que ha llevado a cabo el Reino Unido y por extensión el imperio británico en los días recientes con la inconsciente colaboración de todos, incluidos sus mayores enemigos.

Mientras los ingleses trabajan en la exportación de su reina como principal valedora de la idiosincrasia que los ha hecho cuna de la filosofía política occidental, referente cultural y condicionante económico de primer orden hasta el Brexit, en España nos vamos dando tiros en los pies un día tras otro, sea o no con la connivencia de los servicios de inteligencia. El último capítulo del serial sobre el ataque y voluntad de derribo de la monarquía española se nos presenta, paradójicamente, pensado para salvarla, hundiendo a Juan Carlos I en beneficio de Felipe VI. Se llama Salvar al rey, pero dudo que lo consiga, aunque lo pretenda. Se trata de tres episodios de una miniserie que anda en boca de muchos (no de todos, como he podido comprobar entre mis estudiantes a los que les importa cero, imagino que porque en ella hablan periodistas y no youtubers), tres entregas de una hora, que pretenden justificar las actitudes de Juan Carlos I en relación con el dinero por aquella filosofía a lo Scarlett O’Hara determinada a no volver a pasar hambre, y que excusa su compulsión sexual en esa tendencia enfermiza de muchos otros Borbones (y de famosos plebeyos) con el acicate de la aburrida tarea que para su carácter suponía la función de reinar y de la erótica que, malgré tout, genera el ejercicio del poder.

Ni en las tragedias clásicas encontraríamos una manera tan rebuscada e improbable de salvar al Rey

La pantomima televisiva se pretende una muestra de transparencia, pero sobre todo se centra en el morbo de una sexualidad desatada sin pensar en el dolor que eso pueda generar en el entorno familiar del monarca. Cuanto más descarnada es la descripción del fallido tanto más incólume se pretende presentar al hijo, pero ¿es eso posible? En todo caso no lo parece: quienes colaboran en la elaboración del documental y en su día callaron pretenden ahora justificar que el silencio formaba parte de una operación de estado en la que el secreto se mantuvo mientras fue posible. Los que ahora se incorporan, supuesta hornada de periodismo comprometido con la verdad y no con el poder, tal vez digan en unos años que ellos también callaron ahora muchas cosas por un bien mayor. Y sí, los secretos oficiales existen y la historia acaba por demostrar que el mal que evitan los convierte en necesarios, aunque eso nos hurte saber y por tanto decidir en libertad. 

Aunque, ¿para qué engañarse? Lo cierto es que la mayoría de la gente ni quiere ser salvada ni clama por nada salvo cuando ve su situación estrictamente personal perjudicada. Y a veces ni entonces. Por eso este rey que dicen querer salvar, pero que reina en tiempos de penuria grave y de depresión social, tiene peor salida que el anterior aún en el caso de que sea ejemplar todos los días de su vida, muchos más de lo que lo fuera su padre. Y presentar a éste como un delincuente, juzgando sus pasos de entonces con ojos de hoy y empezando a mirar solo a partir del momento en que la hybris lo ciega, no solo es injusto con él, sino también letal para con el heredero, que no tiene tanto que ofrecer en su haber, aunque en él coloquemos su discurso del 3 de octubre de 2017, algo sobre lo que en Catalunya, sin ir más lejos, el juicio está dividido.

Matar al padre, como Júpiter a Urano, casi como, para escándalo del príncipe Hamlet, sucedía en el reino podrido de Dinamarca. Si nos hubieran dicho que la operación para salvar al rey fue sacada del guion de una tragedia de Shakespeare, no nos habríamos sorprendido más de lo que ya estamos. Casi parecería que el rey que pretenden salvar, por comparación, sea Carlos III de Inglaterra. Y eso aunque no se lo hayan puesto fácil al hijo de Isabel II, ese al que la revista satírica Charlie Hebdo no ha dudado en calificar de asesino de la que fue su primera esposa y madre del heredero deseado por su propia abuela.

Lo dicho, ni en las tragedias clásicas encontraríamos una manera tan rebuscada e improbable de salvar al Rey. La cosa solo puede empeorar con la hagiografía que se prepara a sí mismo el presidente Pedro Sánchez.