Cualquier planteamiento sobre la lengua catalana tiene que partir de tres hechos irrefutables. Primero, el idioma es un aspecto troncal de la nación catalana, a la cual singulariza e identifica. Segundo: justamente porque el catalán es un elemento fundamental de nuestra identidad, ha sido perseguido y violentado durante siglos por parte del nacionalismo español, cuya concepción estatal pasa por un claro imperialismo lingüístico. Tercero: esta persecución de siglos, a menudo feroz, ha dejado el catalán herido y en claro retroceso en todas sus áreas lingüísticas, especialmente castigado en las Illes y el País Valencià. No se trata, pues, de un idioma en situación de normalidad, porque no solo no tiene un Estado propio que lo protege, sino que sufre las invectivas de un Estado que lo ataca por todos los flancos, desde los políticos y mediáticos hasta los judiciales. El resultado es, a estas alturas, alarmante.

A partir de esta situación anómala y preocupante, cualquier defensa de la lengua, como también cualquier acuerdo político que se derive, especialmente si se trata del catalán en la escuela, tiene que partir de tres supuestos imprescindibles. El primero, la desideologización, en el sentido de que el catalán debe ser patrimonio de mayorías, y no el estandarte de la barricada. Si el idioma queda patrimonializado por cualquier planteamiento político restrictivo, deja de ser un territorio compartido para pasar a ser un campo de batalla. Y esta afirmación la hago desde mi rotundo compromiso con el independentismo, pero convencida de que el catalán, lejos de alejar sensibilidades, tiene que sumar todas las posibles. El segundo supuesto parte del primero: la necesidad de que el PSC forme parte del consenso sobre la lengua catalana, como ha sido siempre desde los primeros tiempos de la ley de normalización lingüística. Imaginar un acuerdo político sobre el catalán en la escuela dejando fuera a los socialistas catalanes, implica echar amplias mayorías sociales del consenso del idioma, cosa impensable y, al mismo tiempo, muy nociva. El tercer supuesto requiere la aceptación ―amarga, pero inevitable― de la realidad existente: desde la sentencia del Estatut de 2010, no existe de facto la inmersión lingüística tal como la diseñaron en la ley de 1998, y el retroceso del idioma en la escuela no ha dejado de aumentar. En realidad, el castellano hace tiempo que es lengua de aprendizaje, a menudo en porcentajes muy por encima del 25%. Negar esta realidad es una técnica de avestruz que solo empeora las cosas. Y finalmente es un hecho también irrefutable ―aunque que indignante― que los tribunales se han convertido en legisladores y han entrado en el debate lingüístico como elefantes encolerizados y rabiosos. Jueces sin ninguna base científica, y amparados por entidades ideológicas del españolismo más agresivo, han decidido sustituir el Parlament, el Govern y toda la dinámica propia de un proceso democrático. Este hecho ha marcado a fuego el debate y ha precipitado el reciente (y polémico) acuerdo político, no en vano se acababa el plazo marcado por el TSJC para imponer el 25%.

Es necesario que este intento de blindaje del catalán, como aseguran que así quiere ser, lo sea de verdad, y no con los errores de grueso hasta ahora cometidos. Si sale bien, y la modificación surge de un consenso sólido y comprometido, todavía habrá que preguntarse si será suficiente para impedir la injerencia permanente de los tribunales ideológicos, siempre tan atentos a las entidades españolistas que los mueven como si fueran títeres.

Hay, pues, un panorama previo que permite entender tanto la precipitación del acuerdo firmado por ERC, Junts, comuns y PSC, como la voluntad de intentar blindar, vía modificación de la ley del 98, la permanente injerencia de los tribunales en la lengua. La intención, pues, era buena, el consenso, necesario y el proceso de una modificación parlamentaria, el correcto. Y, sin embargo, se hicieron tan mal las cosas que han acabado en un incendio innecesario, una indignación masiva y un desconcierto general. ¿Qué se ha hecho mal? De entrada, la incapacidad de la conselleria del señor Cambray, que mientras utilizaba retórica grandilocuente y vacía, resultaba incapaz de reaccionar. Durante semanas, los padres y las escuelas hostigados por la sentencia se han sentido demasiado solos. A partir de aquí, y desde la implicación de la exconsellera Irene Rigau ―tal vez la persona que más sabe de luchar en la defensa del catalán en la escuela―, ha empezado a funcionar un equipo que intentaba encontrar una salida al enjambre de resoluciones contrarias que nos atenazan: desde la sentencia del TC del 2010, hasta el Supremo, pasando por la última del TSJC. Los tribunales españoles han declarado la guerra al catalán en la escuela, y hace años que nos han ganado la partida, este es el marco en el cual estamos. Sin embargo, reconocida la dificultad en que se movían los partidos, los errores se han acumulado.

Primero: la patética puesta en escena del acuerdo, con una foto que parecía extraída de una fiesta de graduación. ¿Cómo es posible que una modificación de una ley tan fundamental, y después de una manifestación masiva del sector educativo, la presentaran como si fuera un anuncio de longaniza? Ni los líderes, ni la solemnidad de un hecho tan importante, ni nada. A partir de aquí, leído el acuerdo, todo ha ido cuesta abajo: se han despreciado las entidades de la lengua y la comunidad educativa, que estaban luchando en primera línea; se ha planteado trasladar a los centros educativos la decisión de los porcentajes, poniendo a los profesores en la diana del problema; las aulas de acogida, fundamentales para los alumnos recién llegados, de repente desaparecen; y, finalmente, el castellano entra por la puerta grande del Parlament en la escuela, aunque es cierto que ya lo estaba por la portalada enorme de los tribunales españoles. Pero el Parlament lo revalida. Sumado todo, las buenas intenciones han quedado reducidas a un trabajo hecho con más prisa que solvencia, y pensado desde la jerarquía política, ignorando la enorme importancia de las entidades sociales y educativas que tenía que formar parte.

Es posible que esta acumulación de errores se enmiende en la tramitación parlamentaria. Así lo aseguran algunos compungidos líderes independentistas que asumen la autocrítica, y la revisión de Junts del acuerdo, por ejemplo, va en este sentido. Pero para renovar la confianza ciudadana que está muy dañada, es imprescindible que la Plataforma per la Llengua, Òmnium, la gente de Assemblea Groga y los representantes educativos formen parte del consenso, de lo contrario, sería una imposición política inaceptable e incomprensible. Y, por supuesto, es necesario que este intento de blindaje del catalán, como aseguran que así quiere ser, lo sea de verdad, y no con los errores de grueso hasta ahora cometidos. Si sale bien, y la modificación surge de un consenso sólido y comprometido, todavía habrá que preguntarse si será suficiente para impedir la injerencia permanente de los tribunales ideológicos, siempre tan atentos a las entidades españolistas que los mueven como si fueran títeres. Es evidente que no es posible garantizarlo, mientras no tengamos un Estado propio, pero hay que reconocer que este es el intento y el esfuerzo de los que han firmado el acuerdo.

Conclusión: lo han hecho con buenas intenciones y sometidos a una tenaza judicial muy compleja. Pero lo han hecho mal, no han encontrado una buena solución y lo han querido imponer en vertical, de arriba abajo. Y así, señorías, no se protege la lengua. Así se la dinamita.