Gabriel Rufián tiene un talento inapelable para perpetuarse. Da igual si para ello tiene que mutar y metamorfosear de tal manera que su hipocresía quede al descubierto. Da igual si tiene que convertirse en lo que hace diez años habría jurado destruir. La idea es sobrevolar el momento político y el sistema de partidos de tal manera que, al empezar un nuevo ciclo, él haya caído de pie. Es lo que pasa ahora con la propuesta de Rufián —con varios afines a los comunes y a la CUP— de idear una coalición de izquierdas periférica. Hay un sector de la izquierda catalana que, transcurridos casi ocho años desde el uno de octubre, considera que el recuerdo de todo ello ya tiene suficiente costra como para plegarse a la tentación reformista sin tener que pagar el precio de haber metamorfoseado. O de mostrarse tal como ya eran, quizás.

Uno de los trucos que la clase política catalana ha empleado reiteradamente para utilizar la idea de independencia como elemento de negociación con el Estado español es la de desdibujar la línea que separa el nacionalismo del reformismo. No es un truco exclusivo de la izquierda que basa su personalidad en hacer cervezas con la gente de Madrid: es la forma de operar clásica, la forma de negociar histórica que irremediablemente ha comportado beneficios para la parte española a costa de la credibilidad, la libertad y el bienestar de los catalanes. La derecha —o la pseudoderecha— catalana ha justificado este juego con el argumento de la fuerza: somos lo bastante robustos y lo bastante astutos para que no nos hagan pasar gato por liebre. Somos lo bastante robustos y lo bastante astutos como para negociar y obtener un retorno palpable. La izquierda, en cambio, se ha dedicado a justificarlo desde el miedo: la confrontación con el Estado español siempre tiene peores resultados que el cambio interno que priorizar los intereses compartidos con otros españoles puede comportar. Es decir: priorizar la liberación nacional siempre tiene peores resultados que no hacerlo. Con esta base teórica, legitiman el marco en que primero hay que salvar a España de la derecha y, luego, el resto. Las décadas pasan. El chantaje, no.

Las izquierdas catalanas legitiman el marco en que primero hay que salvar a España de la derecha y, luego, el resto

El nuevo ciclo político ha permitido a gente como Gabriel Rufián, o Laure Vega —aunque lo niegue—, o Joan Tardà, o Gerard Pisarello —que con esto, diría que está donde estaba— vivir sin tener que fingir su orden de prioridades. Por eso pueden flirtear más o menos desacomplejadamente con el hecho de reconocerse como periferia y adornarlo de combatividad y resistencialismo. En realidad, no obstante, esta es la aceptación tácita de que se pliegan al orden y al sistema establecido: el de la españolidad. Y que lo hacen aceptándose como lo que la españolidad los relega a ser: un complemento. Una muleta en momentos de inestabilidad, un auxilio en momentos de urgencia, sin poder acabar de decidir nunca cuál es el auxilio y cuál es la urgencia. Siempre al servicio de los demás, nunca al servicio de una catalanidad que se hace y se siente centro de su propio universo político y que pone sus necesidades en el centro. Se ven capaces porque, en la teoría, se niegan a incompatibilitzar la liberación nacional de los catalanes con toda una serie de luchas alternativas. Pero, en la práctica, aceptan la incompatibilidad que les propone la izquierda española: ser independentista y de izquierdas no es posible si no antepones el eje social al nacional. Lo que quieren decir es que ser independentista no es compatible con ser de izquierdas. Llamarse periférico es aceptar que la liberación nacional de Catalunya no es compatible con nada, porque ni siquiera es compatible con construir una vida política autocentrada. En nombre del nacionalismo y jugando con el miedo al fascismo y el autoritarismo, una vez más, desdibujan la línea con el reformismo.

Con todo esto, es fácil deducir que, en realidad, lo que hace Rufián es hurgar en el chantaje histórico que los españoles han hecho a los catalanes para asegurarse una silla cuando llegue el próximo ciclo. Y lo hace con la retórica del miedo de la izquierda española, sí. Además, existe una parte de la propuesta política que sucede en un plano soterrado. Es en el plano de las relaciones personales, en el plano en el que Laure Vega —y su sector dentro de la CUP— queda deslumbrada con los sectores de la izquierda madrileña. En el plano en el que Anna Gabriel y Jordi Évole tejen una telaraña de relaciones personales en las que la izquierda española y la izquierda catalana se hacen una sola para darse la razón mientras salen por Malasaña. En el plano en el que Gabriel Rufián, evidentemente, se siente comodísimo. Y en el plano en el que todos ellos y los poscos se hacen uno solo, y se recrean en sus historias del 15M. Ah, el día en el que los sueños tocaron el cielo. Existen unas estructuras y un bagaje ideológico y político que justifican el repliegue de la izquierda catalana en la izquierda española, el abandono del marco nacionalista y la adopción de unas tesis que benefician al españolismo, pero también existe un nivel de relaciones personales en el que los egos y las manías de cada uno han jugado un papel importante, innegable, a la hora de procurar arrastrar a sus respectivos partidos. Una parte de la militancia de los partidos implicados está leyendo esto mientras asiente. Lo que tienen en común todos los implicados en esta conjura es que están dispuestos a aceptar que Catalunya sea la periferia política para que ellos puedan seguir siendo el centro. Ojalá los sectores políticos que se oponen algún día rompan el hermetismo y nos ofrezcan una perspectiva amplia de todo lo que hay tras la palabra "periferia".