El artículo póstumo de Carme Junyent, "Morir-se en català", me hizo pensar en otro que le había leído a Anna Punsoda en Núvol. Se decía "Heretaràs la llengua" y hablaba de las virtudes y el valor de tener una lengua materna con historia en el territorio. Punsoda acentúa la importancia de traspasar la lengua a los hijos —"ofrece dos cosas únicas: arraigo y comunidad"— y Junyent habla de las dificultades de los catalanes para vivir plenamente en nuestra lengua, incluso cuando morimos. Pensé amargamente si al heredar la lengua también heredamos el dolor de haberla visto atacada durante siglos, de las prohibiciones y prejuicios que las generaciones precedentes se cargaron en la espalda para legárnosla, y si hoy todavía cargamos toda esta pesadez.

El artículo de Junyent me despertó esta rabia. No solo por la situación que exponía, bastante injusta, sino también por el peso de pertenecer a una comunidad de hablantes —y a una nación— que lleva cosida una historia de subyugación. Como si con la identidad se me hubiera hecho entrega también de una mancha. Como si ser catalana tuviera siempre dos caras: la que me hace y la que soporta el peso de todo lo que ha intentado deshacerme. De hecho, en cuanto alguien llega aquí y aprende catalán, se da cuenta de que con la lengua también aprende un conflicto. La cuestión, sin embargo, es la distancia que ponemos entre las dos cosas y si podemos escoger este grado de separación. Es decir, si nos tenemos que entender en torno a este dolor heredado porque también nos hace y nos explica o si podemos extirparlo como una gangrena para que no nos contamine ni nos paralice, para que ser catalán no sea una pena y acabemos pensando en nuestra identidad como un castigo.

Pensé amargamente si al heredar la lengua también heredamos el dolor de haberla visto atacada durante siglos, de las prohibiciones y prejuicios que las generaciones precedentes se cargaron en la espalda para legárnosla

Quizás es con este dolor que heredamos la capacidad de resistencia. Quizás es con esta historia nuestra que hablar catalán no es nunca una reiteración impersonal. No puede serlo porque es una lengua amenazada y porque hablarla hoy es casi una decisión consciente. Además, a la lengua materna, todo lo que le asociamos, los primeros recuerdos que tenemos, son escenas concretas con nuestra familia, en nuestra casa. Hablar catalán nos permite entender la relación con los vínculos y la cultura que nos ha hecho crecer. Negar las partes de sangre para hacerla más fácil de cargar sería como perder un cristal de las gafas. Es desde el localismo que miramos el mundo incluso cuando no lo pretendemos —incluso cuando queremos "deconstruirnos" para adaptarnos— y no a la inversa. Son nuestras concreciones las que llenan el legado cultural con el que miramos.

Es con esta idea en la cabeza que me lo he mirado todo esta semana, también la Diada, y también es la forma que tiene mi generación de relacionarse. De enfrentarse, incluso. Mi generación se politizó con el procés —era el telón de fondo o el escenario— y hoy hablar de la Diada y ver cómo se acerca el Onze de Setembre nos da entre nostalgia triste y pereza. Nos recuerda dónde queríamos ir y que no hemos llegado. Se nos hace la conmemoración de cómo una clase política y las organizaciones que la acuñan transformaron en polvo nuestros anhelos de adolescencia. Para nosotros, y me parece que no me equivoco si generalizo, hablar de la Diada es hablar de una frustración honda, de la historia de nuestro primer choque de realidad política o, lisa y llanamente, de realidad.

Una parte de la gente joven se ha desvinculado del independentismo porque su historia es hoy la historia de un fracaso que nos ha sido imposible de desvincular del movimiento

Para ahorrarnos quebraderos de cabeza y porque el sentido común nos lo pide, nos hemos ido separando de la Diada y de casi todo lo que representa. La manifestación de la ANC nos parece una fiesta de los súpers caricaturesca, para personas mayores, y es un escaparate de la superficialidad con que se trata la independencia y una evocación de cómo se trataba entonces, cuando nos lo creíamos. Es una superficialidad empapada de cringe que no habla de nosotros o habla muy poco y está claro que ya no queremos que nos represente. Una parte de la gente joven se ha desligado del independentismo porque su historia es hoy la historia de un fracaso que nos ha sido imposible de desvincular del movimiento. Digo del movimiento y no de la ideología porque si nos vuelven a poner una oportunidad como la del 1 de octubre delante de las narices, independentistas lo seguiremos siendo. Para alejarnos del golpe, sin embargo, nos hemos alejado de todo.

La distancia que hemos puesto entre esta carcasa de camisetas, consignas vacías y falta de estrategia nos guarda una trampa. Ser catalán en Catalunya y hablar catalán en Catalunya es hoy una posición política y despolitizándonos para protegernos hemos cruzado algunos límites que pueden jugar a favor del españolismo. Nadie se siente atraído por una nación con unos ciudadanos que dicen siempre que ser catalán es una mierda, parafraseando Trainspotting. La derrota política, la rendición, nos ha dejado huérfanos en un lodazal en que lo más fácil es mandarlo todo a tomar viento. Pero en este caso las concreciones también nos pueden hacer de resistencia, como si la cotidianidad de nuestras vidas ligadas a nuestra identidad nos reconectaran con el fundamento sólido que va por debajo.

Podemos renunciar a la delgadez de una apuesta política pero no podemos renunciar al grosor de vivir nuestras vidas desde la catalanidad y desde un pensamiento que todavía hoy es independentista

"Solo porque hemos sido así educados, solo porque pertenecemos a un mundo con empaque, denso, lleno de valores y prácticas morales que articulan las relaciones humanas que tenemos más próximas, podemos también entender el significado de la palabra justicia o de la palabra libertad y por lo tanto desplegar un sentido moral complejo y rico", dice Jordi Graupera en el prólogo de Prim i gruixut de Michael Walzer. Podemos renunciar a la delgadez de una apuesta política y la manera como ha sido arreglada pero no podemos renunciar al grosor de vivir nuestras vidas desde la catalanidad y desde un pensamiento que todavía hoy es independentista. Mi abuela me ha hecho la lista de la compra en castellano porque no sabe escribir en su lengua. Libertad. Mi prima publica en Instagram en castellano porque tiene incrustados en la cabeza todos los complejos que durante años ha trabajado el españolismo. Libertad. Vivo en un barrio donde ser catalán es una anécdota y donde no puedo vivir plenamente en mi lengua. Libertad. Mis hijos vuelven de la escuela y juegan en castellano. Libertad. Es evidente que el hilo que lo religa todo es la lengua, que es la piedra angular del país y es lo que nos hace, como es evidente que desde la autonomía se pueden poner algunos parches a todo eso, pero es en manos de una clase política que ya ha fallado y que lo volverá a hacer porque no quiere pagar el precio de defendernos.

Nuestro contacto con la nación, pues, juega hoy de esta manera: es íntimo, casi privado, porque hemos renunciado a participar en una colectividad política que pone nuestras esperanzas a merced de unos intereses que no nos llevan donde queremos ir. Descosernos del movimiento y hacer marcha atrás no nos ha descosido de la nación —siempre más sólida y más fuerte que unas circunstancias— sino que nos ha recosido a ella porque sentimos que no tenemos nada más. La otra cara de la moneda es un desencanto y un autoodio que está muy bien para hacer cuatro tuits y alimentar el ego con likes, pero nos niega a nosotros mismos. Nuestros vínculos son gruesos, nuestra idea de libertad es vivida, la independencia es justa y se alimenta de una historia, de todas nuestras circunstancias y experiencias personales, es movida por una rutina que nos empuja.

Separar el dolor de la identidad, en el caso del movimiento independentista nos puede haber ayudado a preservarla y a reconectar. Pero si no aprendemos nada, si no racionalizamos este proceso y lo dotamos de una intelectualidad y un talento que lo fecunden, la próxima generación que hará el palangana será la nuestra. Lo tenemos más fácil que nuestros padres porque habiendo sido la rendición del 2017 uno de nuestros primeros choques políticos, podemos verlo desnudo. Pero si no lo integramos, si quedamos separados de él, no podremos utilizar el conocimiento sobre el país y sobre el funcionamiento de la política que los errores y las cobardías de otros nos han traspasado. Si no hacemos cultura política, no tendremos capacidad de resistencia cuando nos toque. Nadie lo tendrá más fácil porque nosotros sabemos cómo no se tiene que hacer y todavía querremos hacerlo.