Salvador Illa, del PSC-PSOE, el líder de la oposición y flamante jefe del gobierno alternativo (escogido por nadie y sin ninguna responsabilidad ni control sobre su tarea alternativa), nos ha regalado en el debate de política general de esta semana unas frases, de estas que, como mínimo, sino pavor, sí que causan sorpresa, cuando no estupefacción.

Para que la agenda del reencuentro -dictada por la Moncloa- tenga algún sentido, esta ya ha dado algunos pasos: a) que Catalunya es un sujeto político, b) que hay un conflicto político entre Catalunya y España, y 3) que se quiere solucionar pero no se sabe cómo, sin ceder, claro está.

A Illa, como líder de la oposición real, no alternativa, le toca mover ficha. Lo ha hecho lanzando tres frases de forma más o menos reiteradas, pero nítidas. La primera, que hace falta pasar página; eso no es nuevo, ciertamente, pero los electores no le compraron con la intensidad requerida. La segunda, que el referéndum divide. La tercera, que hay un conflicto entre catalanes.

La segunda y la tercera se venían insinuando desde Madrid y aquí, en su discurso en el debate parlamentario de política general, más que resonancia, han sido un eco. No es la mejor vía.

De entrada pensar por parte del unionismo blando o duro que saldrá adelante del problema a coste cero es una pura ilusión: la experiencia demuestra que no será así. La represión y el no diálogo, el diálogo de sordos o la simple apariencia de diálogo no lleva a ningún sitio. Hay que mojarse, y hace falta estar dispuesto a negociar y a ceder. No es una negociación si no hay cesión. Si lo que se quiere es ganar el partido sin bajar del autobús vamos mal. Sobre todo va mal, de mala fe para decirlo lisa y llanamente, quien ofrece un diálogo que no es diálogo, ofrece pura logomaquia.

Ya sea por consumo interno o externo, una vez reconocido de forma patente que hay un problema entre Catalunya y España, Catalunya adquiere categoría de sujeto político. No hay que darle más vueltas. Si no fuera así, conmigo, de qué y por qué se quiere dialogar.

Establecido eso, es tan falso como contradictorio sostener que la mayoría de la ciudadanía de Catalunya quiere pasar página, que está en contra del referéndum para llegar -o no- a la independencia y que los catalanes están divididos. Hay que recordar la infinidad de encuestas que reiteran abiertamente y sin ambages lo contrario. O que la división es consustancial a cualquier sociedad sana.

Rota la monarquía absoluta, donde el rey, dios en la tierra, era el todo, aparecen los partidos políticos para llegar al poder. Es decir, la sociedad se fracciona según sus creencias, deseos, ambiciones, intereses... El mito de una comunidad nacional única -o continental o mundial- salta por los aires. Con el respeto debido a las minorías, que no podían, por ser minorías, imponer su voluntad, las fracciones mayoritarias gobiernan. Así es la democracia liberal. Por lo tanto, en la base misma del sistema está la división de la sociedad y no siempre superficial, sino profunda.

Convivir en democracia es convivir con la fragmentación y el respeto a los otros, pero de entrada con la fragmentación. Poco democráticas son las unanimidades del 99%. Aquí sabemos un poco de autocracias orgánicas. Por lo tanto, se impone un juego de mayorías y minorías fruto de la propia división social. Por lo tanto, división y conflicto social no solo son naturales, sino que son el motor de la progresión en la construcción del presente y del futuro de nuestras civilizaciones.

Para las grandes decisiones, más allá de las elecciones parlamentarias o presidenciales regulares, no son infrecuentes los referéndums en varias formas. Suiza sería el paraíso de los referéndums y los países anglosajones -salvo los referéndums revocatorios en los EE.UU.- sería territorio más o menos yermo para esta práctica política de participación ciudadana directa.

Como tal, la herramienta popular es discutible, perfectible, pero nunca rechazable con el argumento que decir sí o no a una cuestión que divide a la sociedad. La tara de la división es falaz, dado que la primacía del voto parlamentario también queda debilitado: el hecho de que una opción política -representada por uno o diversos partidos- gane elecciones, tanto en escaños como en votos populares, tampoco se admite como punto de partida para una negociación política. El argumento es, ahora, que el pueblo no se ha pronunciado específicamente, sino sobre programas.

Pero si no se admiten referéndums y los resultados electorales no valen como respuesta ciudadana a un problema, ¿dónde estamos? ¿A dónde se nos quiere llevar? Estas expresiones recogidas y plasmadas en las urnas serán las que sean y se debe obrar en consecuencia. Lo que no tiene sentido es decir que no vale ningún sistema de decisión, porque, o bien no es el adecuado -elecciones generales- o bien divide -el referéndum. Es puro trilerismo.

Eso y la idea de pasar página sin más supone, como mínimo, pasar por alto la represión que no cesa y la poquísima voluntad que cese en la medida en que, en gran parte, está en manos del gobierno de Madrid. Pasar página también es eso, dejar de reprimir, y más cuando sabemos que se ha actuado sin violencia y por procedimientos pacíficos. Eso solo se puede parar de una forma: la amnistía.

Finalmente, no se trata de que los catalanes se reconcilien, sino que vivan, como hasta ahora, en paz. Unos pensarán una cosa, otros otra, y al fin y al cabo, deben seguir el pensamiento mayoritario. En democracia no hay nada más por encima de esta regla básica: votaciones, y quien gana, gana. No inventemos reglas alternativas para salir por la tangente.