Para las amigas Meritxell, Susanna y Ester

Cuando era pequeño mis padres me llevaron a la escuela donde iban mis tres hermanos mayores. Era una escuela pequeña, con una puerta de madera, hierro y vidrio, cuya entrada era por la calle Aribau, 292, y se extendía por la esquina de montaña de la calle Madrazo en dirección Besòs. La escuela era una torre de una sola planta que en la parte de atrás disponía de un patio no muy grande, cuadrangular, cubierto de guijarros que nosotros usábamos como proyectiles. En aquel patio me raspé las rodillas muchas veces y mis compañeros me partieron las cejas a pedradas.

 Aquella sede de la Escuela Nausica desapareció ya hace muchos años y los niños y niñas se trasladaron a la calle Muntaner, 309-313, entre las calles Madrazo y Laforja. Era el segundo traslado, porque la sede primigenia de aquella escuela que fundó en 1941 la señorita Maria Batlle, una pedagoga que antes de la Guerra Civil había trabajado con Alexandre Galí en la Escuela Blanquerna de Barcelona, estaba en la calle Tavern. Ahora es una escuela muy reconocida que articula aquel trozo de Sant Gervasi donde también está ubicado el Mercado de Galvany y los Jardines Muñoz Ramonet, un espacio reducido y tranquilo que es bueno para pasar un rato leyendo o simplemente pensando. Años atrás, cuando me apetecía recordar otras épocas, iba allí a pasar la tarde. Evocaba a mi madre y también recreaba las caras de mis compañeros de clase y, en especial, los estallidos de júbilo de la hora del patio, empapados con olor a mandarina. Todo el mundo disfruta de estos momentos de sana nostalgia. Toda mi vida he intentando huir de la ira de los días adolescentes. En aquellos jardines, cerca de la nueva sede de la escuela que había sido la mía cuando menos porque conservó el nombre, recuperaba una paz de espíritu que conseguía poner orden al desasosiego provocado por las pérdidas familiares.

Mis padres, antifranquistas declarados e independentistas cuando solo lo eran los del FNC, buscaban espacios de libertad bajo la negrísima noche de la dictadura para nosotros

 A la Escuela Nausica acudíamos niños y niñas de toda la ciudad. Mis hermanos y yo tomábamos el tranvía desde el corazón del Eixample para ir hasta la escuela. Visto desde la perspectiva de ahora, la Escuela Nausica estaba muy lejos de nuestra casa, pero supongo que mis padres, antifranquistas declarados e independentistas cuando solo lo eran los del FNC, buscaban espacios de libertad bajo la negrísima noche de la dictadura para nosotros, sus cuatro hijos. Además, detrás de las paredes de aquella escuela los niños y niñas hablábamos libremente en catalán y estudiábamos mezclados, salvo cuando pasaban los inspectores de educación, que solo era de vez en cuando. Entonces nos separaban por sexo y nos obligaban a hablar en castellano. Tengo muchos y buenos recuerdos de aquella escuela y también grandes amores, dado que pasé en ella de los 2 a los 11 años, desde párvulos hasta que cursé el bachillerato en el Instituto Ausiàs March, que ya estaba ubicado en la carretera de Esplugues. La memoria puede ser un gran cementerio, para resumirlo como tituló sus memorias el periodista Manuel Ibáñez Escofet, o bien una confesión vital llena de satisfacción al recordar, como si fuera ayer, hasta qué punto amé a mi amiguita Glòria Carmona. Sea una cosa o la otra, la memoria es subjetiva y a menudo exagerada, especialmente si nos proporciona placer. 

 Alrededor de las Navidades, todavía hoy me acuerdo del cuento que nos leía en voz alta la señorita Pilar. Me complace tanto recordar su entonación que no he sentido la necesidad de leer otra vez la historia protagonizada por Mr. Scrooge, Ebenezer Scrooge. La señorita Pilar nos leía trozos de la historia de aquel viejo avaro que tenía esclavizado a su joven trabajador con una dicción dramática propia de las actrices profesionales. Todas las tardes previas a las vacaciones navideñas, poco antes de acabar la jornada lectiva, nos sentábamos emocionados para escucharla recitar el cuento. Entonces, como también hoy en día, me interesaba más aquella historia que sumar y restar.

Es un cuento moral que acaba bien, pero que no ahorra la denuncia del mundo injusto e insolidario

 Mr. Scrooge salía de la novela que Charles Dickens publicó en 1843 con el título Cuento de Navidad. Al principio Scrooge es un hombre de corazón duro, egoísta, a quien le disgusta la Navidad, los niños o cualquier cosa que provoque felicidad. La avaricia ha hecho de él una persona malhumorada y desagradable, que no se ha preocupado jamás por nadie, que no ha sentido picadura moral alguna al contemplar la miseria en la que viven los pobres a su alrededor, condenados a la mendicidad y a veces al robo. La señorita Pilar leía dramatizando el relato y a mí aquella mezcla de miedo y expectación me gustaba mucho. Este es un cuento moral que acaba bien –como muchas de las novelas de Dickens–, pero que no ahorra la denuncia del mundo injusto e insolidario. Creo que nunca nadie más supo darme una lección de vida como aquella. La he retenido en el corazón y en la cabeza.

 En la Escuela Nausica, sin embargo, no me inculcaron una doctrina concreta, ni tan siquiera religiosa, si bien nos preparaban para recibir la primera comunión. Yo la recibí siguiendo a mis hermanos porque mi madre era católica, pero nunca sentí la presión de la religión encima. Desde entonces tengo más fe en la imaginación y en la lucha que en Dios para combatir a la iniquidad y a los Mr. Scrooge contemporáneos. Les pido, por lo tanto, que acepten este breve artículo, tan diferente a los que acostumbro a publicar, como mi regalo de Navidad. Les agradezco, también, la confianza como lectores y, por qué no?, las críticas que he recibido de ustedes. Hoy, día de San Esteban, he decidido abandonar mi dieta vegetariana para zamparme unos buenos canelones, como manda la tradición. El olor de la bechamel y del queso tostado en el horno realzará la presencia invisible pero nunca ignorada de quien cocinaba mejor que nadie, que es como todos los hijos recuerdan a las madres ausentes.